De un día para otro la ciudad ha cambiado. Esta mañana es invierno y la agitación diaria de Broadway se ha convertido casi en silencio, en sosiego. El cielo bajo y gris claro anuncia nieve o aguanieve. La gente sale envuelta en abrigos y gorros. En esta ciudad que no descansa nunca, en la que todo está siempre abierto, sorprende ir por la acera y ver las tiendas, los restaurantes, los cafés, con los cierres echados. Es el día de Acción de Gracias. De los supermercados salen los últimos compradores cargados de bolsas. En los pasillos de mi casa flota el olor intenso de la grasa del pavo tostándose poco a poco en el horno. Ahora, mientras escribo junto a la ventana, a las cuatro y cuarto, está ya oscureciendo y reina el silencio, interrumpido por el paso de algún coche solitario.
Salí hace un rato y gotas de lluvia muy fría dispersas en el aire me daban en la cara. Me cruzo con familias que caminan a un ritmo tranquilo, llevando bandejas de comida envueltas en papel de aluminio, tarros de salsas. De las ventanas iluminadas salen conversaciones joviales y sonidos de cubiertos. Ni siquiera en Navidad tiene Nueva York esta atmósfera benévola de recogimiento, de tregua en la gran lucha por la vida. Mucha gente ha salido de la ciudad para el largo fin de semana, un oasis de holganza en este país con tan pocos días de vacaciones.
Me acuerdo de las cenas populosas de Acción de Gracias en el estudio del escultor Leiro, antes de que él, su mujer, Vico, y sus hijos volvieran a España. Vico, Victoria, cocinaba un pavo exquisito y nos daba de cenar a unos veinte comensales, españoles de diversos sitios y americanos, residentes o de paso, deambulando con nuestros vasos de vino y nuestros platos de comida entre las esculturas terminadas y las a medio terminar de Leiro, en aquel estudio de Tribeca que parecía un garaje o un taller de carpintería. Un año la cosa se puso más sentimental porque era la despedida del poeta Dionisio Cañas, que se volvía a su pueblo manchego después de un cuarto de siglo en Nueva York. Se bailaron pasodobles y las hijas de varios amigos se confabularon para montar una coreografía infantil del gran éxito del momento, el Aserejé. En Nueva York se juntan personas que en España ni se habrían cruzado entre sí: la extranjería compartida vuelve las relaciones más fluidas, más flotantes, muchas veces también más pasajeras. Siempre hay quien acaba de llegar y quien está a punto de marcharse.
A mí me gusta esta fiesta, del todo ajena a la religión y a la política, y me gusta que sea un acto de gratitud, Thanksgiving. Los peregrinos recién llegados pudieron sobrevivir a la crudeza del invierno gracias a la ayuda de los indios y al azar extraordinario de que uno de ellos, Squanto, hablaba perfecto inglés. En la vida hay que saber pedir cuentas, pero también hay que saber dar las gracias. Pero la gratitud, como la bondad, tienen menos prestigio que el resentimiento, igual que la alegría y la ternura son literariamente menos llamativas que la pesadumbre o la crueldad.
Quizás ahora, en España, cuando no estamos teniendo más remedio que despertar de una era de delirio, cobraremos conciencia de todas las cosas que merecen ser preservadas y agradecidas, las que hemos usado y malbaratado sin concederles valor, sin pensar en el precio que hay que pagar por ellas: la salud pública, la educación pública, por encima de todo; también la legalidad democrática. Y para lamentar la pérdida de tantos paisajes y ciudades arrasados por la especulación, por las complicidades públicas y privadas de gente codiciosa y corrupta y la indiferencia de la ciudadanía.
(Mañana, con más tiempo, amigo Carlos Ara, escribiré algo sobre ética y estética, sobre los premios recibidos y los rechazados, sobre la conexión política entre la emoción de la pintura o de la naturaleza y la causa de la emancipación humana: como es día de agradecimientos, agradezco tu presencia en este lugar tan personal y tan compartido, igual que la de cada uno y cada una de los que participan de viva voz o en silencio.)