Los domingos

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“Los domingos con sol están hechos para pasear”, dice Elvira, siempre experta en encontrar motivos para echarse a la calle. A las diez de la mañana bajo a Riverside Park y después de varios días de viento el suelo es un océano de hojas. Predomina el color de cuero de las hojas secas de los robles y los plátanos, y en medio de ellas brilla una gran mancha de rojo en torno a la copa casi desnuda de un arce japonés: un rojo de vino tinto, como el que pintaba casi a tientas a grandes brochazos Monet, viejo y enfermo de cataratas, en su jardín de Givenchy.

Camino durante una hora y media por la orilla del Hudson: cuarenta y tantas calles de ida, luego de vuelta. La corriente del río forma pequeñas olas que una brisa contraria riza ligeramente hacia atrás. Nueve gansos nadan dejándose a llevar en perfecta formación, en tres grupos de tres. Una gaviota se lanza en picado hacia el agua y vuelve a elevarse llevando en el pico el relámpago de un pez que brilla al sol con un reflejo metálico. El río arrastra cerca de la orilla millares o millones de hojas que al empaparse se sumergen bajo el agua de color de barro. También grandes troncos de árboles que tienen algo de caimanes varados bajo la superficie. Voy muy deprisa pero en las zonas de sombra la brisa fría me traspasa la ropa de deporte y me entumece las manos. Uno dos, uno dos, el ritmo binario de la caminata, el aire marino hinchando el pecho, rozando al entrar y salir las aletas de la nariz. A mi espalda, a lo lejos, queda el puente George Washington. Por delante tengo una alta ruina de metales oxidados que se hunde a medias en el agua, con un efecto magnífico de ruina industrial: una antigua instalación ferroviaria, el Transfer Bridge de la calle 60, último resto de la gran terminal de trenes de mercancías que hubo en este lugar. Hay engranajes, escaleras de hierro, chimeneas, una caseta en lo más alto, todo comido por el óxido. Con una desenvoltura muy americana, muy neoyorquina, en lugar de retirar ese armazón lo han dejado formando parte del paisaje del río, hundiéndose lentamente en él, rodeado por grandes haces de pilones que en otro tiempo sostuvieron un muelle.

Pasan ciclistas, corredores, caminantes.  Y sobre mi cabeza, gaviotas, un halcón peregrino, helicópteros, aviones que siguen el río en dirección al aeropuerto de La Guardia. El paseo se extiende por el sur hacia la punta de la isla y por el norte hacia el puente George Washington, junto al cual hay un antiguo faro preservado intacto. Los nueve gansos se han echado a volar en la misma impecable formación.

Después de la ducha, la caminata urbana, en busca de unos huevos benedict y de un bloody mary en el Ocean Grill, un restaurante que nos gusta mucho en Columbus Avenue, detrás de los jardines del Museo de Historia Natural. Los domingos están hechos para pasear. Con el ánimo ligero dejamos que se nos suba un poco a la cabeza el bloody mary en medio del barullo de este restaurante de dimensiones americanas y vigas de hierro y ojos de buey marineros, en el que hay tantas familias, tantas parejas con niños pequeños que lloran, tantas mesas en las que se reunen generaciones sucesivas, abuelas judías con tocados antiguos y labios pintados, hijos, nietos, bebés en carritos que entorpecen el paso.

En la esquina de la 77 se pone todos los domingos sin lluvia un vendedor de libros de segunda mano que siempre tiene cosas estupendas a muy buenos precios. Los ojos se van hacia esos volúmenes sólidos de la Modern Library, con sus portadas tan sobrias, con sus diseños caligráficos. No hay vez que no se encuentre un modesto tesoro. Hoy los ojos se me van hacia una edición de Lord Jim: en tapa dura, el título en rojo sobre la cubierta blanca, las manos ansiosas de tocar. Diez dólares. Pero a su lado Elvira descubre una primera edición de una novela de Bernard Malamud, God’s Grace. Al abrirla vemos que está dedicada por el propio Malamud, con una letra que se parece mucho a su estilo, pequeña, como sigilosa, sin rúbrica. El vendedor nos reconoce de otras veces, de otros domingos. El libro de Malamud marca sesenta dólares, pero nos lo deja en cincuenta. Cómo contener las ganas de empezar a leer en el camino hacia casa, como quien ha comprado un pan crujiente y le arranca un pellizco. Y qué principio, Lord Jim, qué gusto tantear una traducción:

“Medía una o dos pulgadas menos de seis pies, era de complexión fornida, y avanzaba en línea recta hacia ti con una ligera inclinación de los hombros, la cabeza adelantada, y una mirada fija de abajo hacia arriba que te hacía pensar en el arranque de un toro…”