En el MoMA, en la exposición del expresionismo abstracto, con Marc Shanker, pintor y grabador autodidacta, que me llama primo porque es de origen sefardí -Luna es el apellido de su madre- aunque él no habla ladino, si bien lo escuchaba en las casas de sus abuelos y sus tíos cuando era pequeño, y ha hecho un libro de grabados con refranes judeoespañoles. Marc vive con su mujer y con un loro que se llama Tucker, que ocupa una gran jaula en el salón de su apartamento. Su mujer, Edwina, colabora con una ONG que lo mismo abre escuelas infantiles en Mongolia que emprende campañas en Borneo para salvar de la extinción a los orangutanes. Cuando Edwina se va en uno de sus viajes de meses el loro Tucker celebra encantado volando por toda la casa que no tiene que compartir con nadie el amor de su dueño. “Lo peor es cuando entra en celo”, dice Marc, no sin resignación. Cuando está en celo el loro Tucker se restriega contra él como un maníaco, y contra las sillas y las lámparas y los brazos de los sofás y los lomos de los libros, y hay que ducharlo para que se tranquilice. A veces Marc y él se duchan juntos. Luego Edwina regresa y a Tucker le dan ataques de celos homicidas: la ataca para picotearla y lo tienen que dejar encerrado en la jaula, sin hacer caso a sus protestas, que a veces se parecen extraordinariamente a una voz humana. Hi, Marc, How are you today?
Le digo: “Ese loro os está arruinando la vida”, y Marc se encoge de hombros, aceptando la desgracia, como quien tiene un hijo que no le da más que disgustos. Porque además el loro probablemente vivirá más que ellos dos, de modo que Edwina, que no le guarda rencor, ha puesto una cláusula en su testamento con una dotación económica para asegurar el porvenir de Tucker en el caso de que sobreviva a sus dueños.
Hablamos de Tucker de camino a las salas contiguas de Jackson Pollock y Mark Rothko. La noche y el día, la furia terrenal y el misterio de una luz tan impalpable que parece la sustancia del espíritu, la vibración serena de una música. Con ojo de artesano Marc se acerca mucho a los lienzos para examinar los detalles de cómo están pintados, y un guarda lo mira de soslayo. La pintura tiene un efecto de ebriedad, una cualidad física que te envuelve como un campo magnético y que se hace más acusada cuando se lleva un rato mirando. Eso nos pide el arte, igual que la literatura o la música, o que lo mejor de la vida: que le dediquemos nuestra atención total, no dividida, no atolondrada, que nos paremos a mirar o a escuchar. Las veladuras de Rothko van apareciendo como fulgores sucesivos en superficies que al principio parecían monótonas: en ese negro, en ese marrón, hay violetas, hay verdes, azules, sugerencias de rojos. En Pollock el gesto enérgico de la muñeca y del brazo atraviesa el lienzo con riadas de materia convulsa. Fijándose bien, la apariencia de caos queda compensada or un orden instintivo, por una armonía que se impone a través del delirio. Huellas de manos abiertas, como en una cueva primitiva. Colillas, clavos, tapones de botes de pintura, monedas, incrustados en el óleo, el mundo real hecho presencia sin necesidad de simulacros visuales. Me saca del ensimismamiento una recia voz española que exclama detrás de mí: “¡Esto lo veo yo clarísimo!”.
En vez de mirar los cuadros, hay personas que pasan satisfechas delante de ellos mientras les toman una foto. En vez de un alivio y un descanso del yo, el arte es su decorado de fondo. Como diría uno de esos anuncios de ahora, La obra maestra eres tú.
Un turista americano se vuelve hacia mí y se pone a hablarme inopinadamente con toda confianza, señalando uno de los cuadros de Rothko: “Este hombre fue un profeta”, me dice. “¿Sabe lo que yo veo aquí? Pantallas, pantallas de televisores y de computadoras. Este tío(this guy) anticipó la importancia que iban a tener las pantallas en el futuro”. Se va tan contento y se pone delante del cuadro con una gran sonrisa y con los brazos cruzados, feliz de haber descifrado su misterio, mientras su acompañante le toma una foto.