Mientras Javier duerme finalmente bajo el efecto de la morfina yo miro a mi alrededor examinando este extraño mundo paralelo del servicio de urgencias. Javier ronca y en el cubículo de al lado, separado por una cortina, ronca unas veces al unísono y otras en contrapunto un borracho que se recupera de un coma etílico, y los dos parece que ejecutan un dúo para fagot de música contemporánea. Me ha sorprendido la amabilidad inmediata de los médicos y del personal de enfermería, la rapidez metódica pero no atropellada con que sucedía todo. Una enfermera le hizo a Javier un breve interrogario mientras lo ayudaba a instalarse en la camilla. En el corredor de entrada, sentado en un banco y custodiado por dos policías, hay alguien que tiene toda la pinta de ser miembro de una banda latina, con esposas en las manos y una cadena en los pies, con sangre en un lado de la cara. Junto a cada cama hay un teléfono negro con dos auriculares. Por uno de ellos habla el enfermo, dirigiéndose a un traductor; por el otro, habla el médico para ser traducido y escucha la traducción de lo que dice el enfermo. Una negra mayor que parece naufragar en su propia gordura es empujada en una silla de ruedas y habla por un teléfono móvil. Un homeless que está desnudo de cintura para arriba se resiste a tenderse en la camilla y grita que los médicos no tienen derecho a matarlo. Una mujer africana de tocado fantástico y túnica hasta los pies camina solemnemente con los pies muy separados, precedida por su gran barriga de embarazada a punto de dar a luz. Por una cortina entornada veo a una mujer echada en una camilla que lleva un velo negro con una ranura para los ojos; delante de la cortina un hombre que quizás sea de Afganistán por el gorro y la camisa de faldones muy largos vigila con los brazos cruzados. El doctor Goldberg, que reconoció a Javier al entrar, y que habla un excelente español aprendido en Madrid, se mueve en medio de este barullo que no llega a ser desorden con una calma perfecta, con su bata blanca desabrochada, con una carpeta en la mano, repasando historiales. Me atrae su actitud de tranquila aceptación de la singularidad de cada uno: el modo con que apacigua al homeless sin hacer el juego a su ira, preguntándole si toma drogas, si es bebedor, si fuma, qué síntomas tiene. Luego examina al borracho que se ha despertado y le dice que en un rato podrá irse, y que seguramente tendrá una gran resaca. Pero no hay ningún juicio en su mirada, ni en su manera de hablar. Han traído a un hombre anciano y diminuto que tiene los rasgos y el color de cara de quienes viven en regiones montañosas muy altas, en Nepal o en el Tibet. El hombre, tendido en la camilla, aprieta entre los brazos un macuto de plástico en el que lleva sus documentos, muchos papeles amontonados y arrugados. El doctor Goldberg lo interroga a través del teléfono. Parece que le duele mucho la cabeza, que no puede soportar los dolores. Los ojos son un brillo rápido en la ranura de los párpados. De una camilla que se abre paso hacia mí entre los enfermos y los sanitarios sobresalen dos pies desnudos, esqueléticos, de un color amarillo de cera, con las plantas muy sucias. Pasa una cara cubierta del todo por una mascarilla y no sé si es un hombre o una mujer. Detrás de un mostrador un par de enfermeras bromean con uno de los policías que custodiaban al detenido. Javier despierta y no sabe dónde está. Le pido un documento de identidad que me hace falta para completar su ficha de ingreso y cuando se da la vuelta para buscar en el bolsillo trasero del pantalón empieza a sacar de él las cosas más extrañas, que se derraman sobre la camilla, un cuaderno, el pasaporte, la cartera, un pequeño diccionario de inglés, un peine. Se acuerda de una vez, cuando era niño, que fue con sus padres y sus hermanos a un pueblo de la Sierra de Madrid que olía mucho a vaca. Javier es de esos hombres que por muy mayores que se hagan parecen estar siempre muy cerca de la infancia. Fue un niño gordito con gafas de miope y ahora es un hombre de cincuenta y cuatro años bastante gordo y con unas gafas de miope que deben de parecerse mucho a las que llevaba a la escuela. Me acuerdo de que una vez, hace tiempo, fuimos a su casa y nos enseñó una bolsa de plástico en la que tenía guardadas todas las gafas que había usado en su vida.
Cuando le da el alta, al cabo de no sé cuántas horas, porque en ese lugar de techo bajo y sin ventanas iluminado por tubos fluorescentes he perdido el sentido del tiempo, el doctor Goldberg le recomienda con afabilidad a Javier que pierda peso, que haga ejercicio y se cuide el corazón. Le han dado una aspirina en un pequeño vaso de papel, y en otro exactamente igual un poco de agua. A una enfermera que no entiende español Javier le explica que a él, la aspirina, le gusta tomársela disuelta, porque le hace menos daño al estómago. Incorporado en la camilla, grandullón y adormilado, dedica un rato a pasar una y otra vez el agua y la aspirina de un vasito al otro, hasta lograr un grado de disolución satisfactorio, no sin impaciencia de las enfermeras, que ya necesitan su espacio para poner en él alguna de las camillas que lo llenan todo.
Salimos a la calle, Javier apoyado en mí, avanzando despacio, y nos deslumbra el sol en la Primera Avenida, nos recibe la brisa marítima del East River y ese viento loco de noviembre que desnuda los árboles y lo llena todo de torbellinos de hojas.