Máxima urgencia

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A lo que más miedo tiene quien vive a seis horas de distancia es a los teléfonos que suenan en mitad de la noche. El timbre suena y suena y emerges del sueño con el corazón en la garganta, sales medio dormido todavía hacia el pasillo queriendo adaptarte a una realidad que en este momento sólo es de amenaza. Luego resulta que el que llama no ha hecho el cálculo de la diferencia horaria, o era un periodista que está haciendo una encuesta de algo y no se ha fijado en lo largo que es el número al que llama ni en el prefijo 212. Con el corazón golpeando en el pecho como un tambor aclaras la voz para precisar que son las cuatro o las cinco de la mañana.

Pero qué rara es la vida, y qué frágil. Suena el teléfono a las seis de la mañana, en lo más oscuro de la noche, y la voz es la de un amigo al que casi no hemos visto en los últimos años, que nos dijo en Madrid que vendría para organizar una exposición y le dimos nuestro número, con el ofrecimiento que hace uno siempre sin pararse a pensarlo mucho, si necesitas cualquier cosa llámanos. Y ahí está su voz, tan reconocida a pesar de que la hemos escuchado poco en los tiempos recientes, quebrada por el dolor: llegó anoche a Nueva York, donde no había estado nunca, salió a cenar por una de esas zonas un poco tenebrosas donde están los hoteles de medio pelo, volvió a la habitación y en la ventana se veía el Empire State Building, los últimos pisos delicadamente iluminados de azul contra el cielo nublado. Y en mitad de la noche lo despertó el dolor insoportable de un cólico nefrítico, en una habitación de hotel, en una ciudad desconocida, en un idioma del que apenas sabe unas pocas palabras.

Vimos amanecer desde las ventanillas de la ambulancia que nos llevaba dando tumbos hacia las urgencias del hospital Bellevue, haciendo sonar una de esas sirenas que nos han alarmado tantas veces en las noches de insomnio.