Este amigo con el que estamos comiendo en el domingo soleado, cálido, como de una extraña primavera, llegó a Nueva York a finales de los años setenta, huyendo de una familia ultrarreligiosa que lo había repudiado al enterarse de su homsexualidad. Como tantas personas que recuerdan la ciudad de entonces, lo hace con un alivio en el que de vez en cuando se filtra algo de nostalgia. Él venía del extremo puritanismo religioso y se encontró la delirante libertad de los tiempos anteriores al sida. Nueva York era una ciudad muy peligrosa, muy sucia, con los servicios públicos devastados, por el metro invadido por la basura, las ratas, los grafiteros y los maleantes. Pero también era una ciudad muy estimulante y muy barata para la gente joven que quería abrirse paso en ella, para los trabajadores y las personas modestas que al cabo de los años han ido siendo expulsadas a barrios cada vez más exteriores, según la vivienda se volvía más cara y las tiendas de lujo ocupaban el lugar de los antiguos talleres. Se acuerda de su primer apartamento, estremecido de noche y de día por el paso de los grandes camiones que subían la rampa del puente de Queensboro, en un edificio tan ruinoso que se iba la luz y la calefacción faltaba a veces en lo peor del invierno. Se acuerda de cuando empezaron a murmurarse las primeras noticias acerca de aquella enfermedad monstruosa que no tenía explicación ni cura posible y que en pocos meses convertía a un hombre joven y sano en un viejo moribundo.
Nuestro amigo se va a España dentro de unos días para reunirse con su compañero, al que hace meses que no ve, y quizás para aliviar la impaciencia de encontrarse ya en Madrid nos cuenta cómo le gusta la ciudad. Habla de lugares, de tabernas, de perspectivas, cada vez más entusiasta, y en un momento dado confiesa que le gusta hasta el modo en que el tráfico afluye a la Cibeles y da la vuelta alrededor de la estatua y la fuente, “How beautifully the cars flow round and round the Cibeles…” Me acuerdo de algo que dice Lawrence Durrell, que una ciudad se vuelve un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes. Pero hay que estar muy enamorado para encontrar belleza hasta en el tráfico de la ciudad donde alguien nos espera.