Domingo por la mañana en el Farmers Market, que ponen los puestos en la acera umbría que va de las verjas de Columbia hasta la esquina de la biblioteca pública. El domingo, si hace un poco de sol, Broadway es una calle todavía más sosegada y vecinal, con gente joven que desayuna tarde o come temprano en las cafeterías, o que pasa llevando a cuestas la bolsa de la lavandería, o la de la compra. Puestos de libros de segunda mano, de vinilos y cedés. En algunos de ellos los vendedores entretienen el tiempo ofreciendo partidas de ajedrez. En la acera oeste da el sol y es una delicia. La del este cae bajo la sombra fría de los edificios. Los granjeros, que abrieron los puestos a las ocho, van abrigados ya como de invierno y se frotan las manos enguantadas. Para llegar a tiempo han debido de levantarse todavía de noche en sus granjas de la parte alta del estado, o de las zonas rurales en Long Island. Muchos de ellos, hombres y mujeres, tienen la corpulencia áspera de quienes se dedican al trabajo físico en estos climas tan duros.
Voy con una bolsa bien grande que poco a poco va llenándose. En cada puesto se arremolinan compradores y curiosos que disfrutan sólo examinando mercancías tan diversas, oliendo la sopa recién hecha y que sale de algunos calderos, o el aroma de la sidra caliente de manzana, que conforta tanto el estómago cuando hace frío. Cajas y cajas de pequeñas manzanas rojas, que llenan la boca de jugo al morderlas, de calabazas de todas las formas y tamaños, de coliflores agrestes, de repollos, de patatas, de nabos, de manojos de grandes zanahorias manchadas todavía de tierra, de los últimos tomates de la temporada. Todo criado por los mismos que lo venden, cultivado o pescado, o elaborado. Hay un puesto de grandes panes olorosos con cortezas oscuras, otro de quesos de vaca y de cabra, otro de huevos frescos. Una señora forrada de guantes, gorro y chaquetón lleva puesto un delantal y explica las virtudes de las mermeladas y compotas que se apilan en tarros de cristal sobre una mesa plegable. La vendedora de queso de cabra muestra una foto de sus cabras forrada de plástico. En esta acera de la ciudad, como en tantos mercadillos de granjeros que la puntean los domingos por la mañana, emerge un país arcaico y campesino, con una dura vocación de trabajo manual, apego a la tierra y autosuficiencia. De un puesto regentado por un matrimonio chino en el que sólo se venden setas de las formas más variadas, de raras tonalidades amarillas y ocres, viene un olor profundo de bosque. Un vinatero de Long Island me da a probar un sorbo de un tinto delicioso que ha cosechado él mismo, acompañado por una punta de queso.
Vuelvo a casa con el capazo lleno, con el saborcillo del queso y el vino en el paladar, pasando de largo junto a las puertas automáticas del supermercado. Y me acuerdo de algo que se decía en Úbeda: “Hoy has traido muy buena plaza”.