Dos hombres jóvenes andan atareados al mismo tiempo por las ciudades modernas de mil novecientos treinta y tantos, cada uno armado con su cámara fotográfica, con una actitud parecida de curiosidad y de urgencia, y no es probable que se hayan cruzado alguna vez, y ni siquiera que hayan sabido el uno del otro. Santos Yubero, nacido en Madrid, en 1903, trabaja de reportero gráfico en su ciudad, que conoce como la palma de su mano, con el conocimiento íntimo de un autodidacta que se ha ganado desde niño la vida con trabajos azarosos, entre ellos el de la fotografía, para el que parece que sólo hace falta arrojo y un mínimo de destreza técnica. Horacio Coppola es tres años más joven y proviene de una familia culta y burguesa de Buenos Aires. Santos Yubero va de un lado para otro con sus gafas redondas de miope y su cámara y su trípode a cuestas, acuciado por la actualidad de las grandes circunstancias políticas, los crímenes escandalosos, las celebraciones populares de un Madrid que parece agitado por un trastorno permanente de multitudes: las que llenan los estadios de fútbol y las explanadas de los mítines, las que se congregan para saludar el advenimiento de la República o el entierro de un torero o el sprint final de una carrera ciclista.
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