Vida salvaje

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En Central Park hay carteles advirtiendo que se tenga cuidado con los animales salvajes, sin especificar mucho, the wildlife, categoría que incluye igual las ardillas ubícuas que los mapaches o las marmotas, y quizás también los halcones peregrinos que tienen el nido en la cornisa de un edificio lujoso de la Quinta Avenida y esos zorros que se han avistado de vez en cuando, que llegan al parecer de los bosques al norte de la ciudad siguiendo las vías del tren. Hay que tener cuidado, previenen los carteles en inglés, chino y español, porque esos animales que nos despiertan una ternura como de dibujos animados pueden contagiar la rabia. Nuestro gozo bucólico en un pozo: esa ardilla que muerde tan atareadamente una bellota y que se para un momento para vernos pasar, con cierto asombro, pero sin alarma, puede ser tan temible como un perro rabioso. O esos mapaches que se distinguen a veces al atardecer, moviéndose en grupos sigilosos entre los matorrales, sus caras blancas y negras resaltando en la penumbra, a esa hora en que empiezan a reflejarse las luces y los neones de los edificios en el agua quieta del lago. Cómo han cambiado los tiempos, dice alguien en el periódico: en los setenta había que tener miedo de los navajazos de los atracadores; ahora el peligro es que te muerda una ardilla.

Una mañana, esta primavera, me había internado en una zona del norte del parque que se deja en estado salvaje,  forever wild, dicen los carteles . No se interviene en ella, no se  retira nunca nada, ni las hojas de cada estación ni los árboles caídos,  de modo que es un refugio extraordinario para toda clase de plantas y pájaros, y un lugar perfecto para sentirse perdido en una espesura de bosque primitivo, a cinco minutos del tráfico y de las torres de apartamentos de Central Park West. Hay viejos troncos que se desmoronan poco a poco y tienen algo solemne de columnas de templos derribados. Se llama The North Woods . Había una niebla ligera, y como era un día entre semana llevaba un rato sin cruzarme con nadie, sin escuchar ninguna voz, nada más que el rumor de las hojas y los cantos de los pájaros en la espesura.

Me senté contra el tronco de un roble enorme, y me puse a leer. Entonces levanté los ojos por ese instinto que nos hace saber que estamos siendo observados. En un matorral muy espeso, a no más de tres metros, me miraban unos ojos brillantes, húmedos, oscuros, redondos, rodeados por la mancha negra de un antifaz. Era un mapache adulto, lustroso, perfectamente tranquilo, quizás engordado en exceso por una dieta de restos de hamburguesas y pizzas,  tan intrigado por mi cercanía como yo por la suya. Dio unos pasos hacia mí y yo me incorporé despacio, sosteniendo su mirada, sin tenerlas todas conmigo, aunque en esa época no había carteles de advertencia. El mapache perdió interés por mí, y cambió el rumbo,como quien se acuerda de que tiene que hacer algo. Se alejó hacia otros matorrales cruzando por la hierba muy alta y brillante de rocío, y seguí oyendo cómo se movía entre la maleza.