Duke Ellington Boulevard

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Algunas calles de Nueva York llevan como sobrenombre el de una persona célebre que vivió en ellas. La 86 oeste se llama Isaac Bashevis Singer Boulevard, porque Bashevis Singer vivió en un gran edificio de apartamentos en la esquina de Broadway con la 86, en el corazón del Upper West Side, que es un barrio de clase media judía, de profesores y músicos, en el que se instalaron muchos fugitivos de Europa, antes y después de la II Guerra Mundial. La 125, que es la arteria central de Harlem se llama Martin Luther King Jr. Boulevard; en algún momento se cruza perpendicularmente con el Malcolm X Boulevard: los dos viejos adversarios en la lucha por los derechos de los negros ahora se encuentran en un cruce de esquinas.

Mi calle, la 106 oeste, está equidistante entre las dos, y también tiene nombre: Duke Ellington Boulevard. Porque me gustaba tanto esa dirección me hice unas tarjetas para poder enseñarla. Es una calle ancha, muy tranquila en su último tramo, que termina al borde del Riverside Park, frente al río Hudson. Al final de la calle, mirando hacia el río, hay una estatua ecuestre de un general del ejército de la Unión, una estatua muy poco bélica, casi contemplativa, al filo de la escalinata que desciende hacia el parque. Por encima de los árboles el general de bronce a caballo mira perpetuamente los atardeceres sobre el río. Muy cerca, en la esquina, está la mansión en la que vivió Duke Ellington, casi contigua a otra que perteneció a Marion Davis, la actriz de Hollywood que fue amante del millonario Hearst y que inspiró el personaje de la cantante de ópera fracasada que enloquece por el influjo maléfico del Ciudadano Kane de Welles.

Las aceras de la calle son inusualmente anchas, y a veces hay niños jugando en ellas a la pelota, cosa muy rara en Nueva York, y en casi cualquier otra ciudad. A pocos pasos hay un pequeño parque triangular, recoleto como un jardín privado, donde las acacias ya se han puesto completamente amarillas, de un amarillo anaranjado, como el de los taxis. Se llama Strauss Park, y tiene en un extremo una estatua reclinada de una figura clásica que es Mnemosine, la musa de la memoria. Los árboles, desde la primavera hasta el otoño, tienen las copas tan tupidas que la estatua se ve como al fondo de un túnel de vegetación. En el parque se sientan indigentes y locos que hablan solos y otras personas mejor vestidas que también hablan solas y gesticulan y resultan que están hablando por un móvil de manos libres. En las noches de verano conviene no atravesar el parque, que está casi a oscuras: grandes ratas veloces se pueden colar entre los pies, corriendo hacia las grandes bolsas de plástico negro llenas de una basura fermentada por el calor de trópico.

La estatua de Mnemosine fue erigida en recuerdo del matrimonio Strauss, que había hecho una enorme fortuna con el negocio de los grandes almacenes, y que regresaba a Nueva York en el Titanic después de unas vacaciones por Europa. A la señora Strauss, en el momento del naufragio, le dijeron que se uniera a las demás mujeres y a los niños en los botes salvavidas. Ella prefirió quedarse con su marido y compartir su muerte.

En la primera mañana, el aire frío tiene una transparencia en la que resaltan los colores como tras un cristal de aumento: los amarillos, los ocres, los marrones, los rojos de los árboles, las aceras sembradas de pequeñas hojas amarillas de acacias, los taxis bajando por Broadway a toda velocidad, los montones de calabazas, de naranjas y pimientos a la entrada de los mercados del barrio. Y yo aturdido, saliendo muy temprano a hacer la primera compra, el café, la leche, la mantequilla, los muffins para el desayuno, con el mareo del viaje, con la sensación de ligera extrañeza e inmediato reconocimiento, la otra ciudad, la otra vida recobrada, en el fondo la misma, la velocidad con que la gente camina ya tan temprano, ya con ropa de abrigo, con un anticipo de invierno.