Talismanes

Publicado el

Como me voy a Nueva York el domingo que viene ya miro las cosas que me rodean a diario en mi cuarto de trabajo (y de indolencia) despidiéndome de ellas. Allí hay otro escritorio esperándome, con otros objetos, lápices, recuerdos, con otro desorden más o menos disimulado en los cajones. Pero allí la ventana da a una acera de la calle 106 en la que hay plantados unos ginkgos que ya tendrán amarillas sus hojas en forma de abanico, y aquí a una higuera y a un membrillo con las ramas dobladas de frutos, porque el membrillo parece un árbol que se empeña en producir frutos más grandes y más abundantes de lo que sería razonable para su porte tan grácil. Recogí ayer un membrillo y lo puse en el escritorio, alineado junto a otros recuerdos que me hacen compañía y con los que muchas veces entretengo las manos: una concha acanalada que recogió Arturo en la playa de Zahara de los Atunes, en 1998, cuando tenía once años; un caracol fósil de un bello color gris verdoso y estrías espirales que compramos una mañana de domingo, en Portobello Road, a donde nos había llevado Elena, que estaba pasando ese curso en Londres; una piña de una de las secuoyas monumentales que hay en el parque de la Fuente del Berro; un par de boxeadores de porcelana que me trajo Miguel de un viaje de verano a Nueva York, uno rubio y el otro moreno, uno con calzón negro y el otro con calzón rojo, los dos con pequeños agujeros en la cabeza, porque uno es un salero y el otro un pimentero.

Cada talismán tiene su propia historia, su propia escala temporal, aunque todos caben en el hueco de la mano, cada uno con su tacto delicado y diverso. El membrillo es un bloque solidificado del sol de octubre; rozarlo es como tocar una suave piel humana; huele como una piel femenina en la que dura todavía el perfume del baño. El membrillo tiene un sombreado de dibujo y un amarillo  de austero bodegón español. Los boxeadores-saleros son de los años cincuenta y el caracol fósil que está junto a ellos tiene sesenta millones de años. La piña que recogí el otro día después de estar  un rato leyendo al sol en la Fuente del Berro es liviana como corcho pero contiene la tremenda posibilidad de una secuoya milenaria. La concha de Zahara es como un trozo de un capitel de mármol, un blanco mate muy gastado por el tiempo, cualquiera sabe por cuantos años o siglos antes de aquella tarde en la que Arturo y yo la encontramos en la playa, nuestras dos sombras oblicuas proyectadas sobre la arena húmeda, la suya entonces bastante más corta que la mía.