En 1947, después de la muerte de su esposa, Jorge Guillén pasó varios días encerrado en un cuarto, leyendo una por una todas las cartas que él le había escrito a lo largo de dieciséis años, en un pasado que se le volvería aún más remoto ahora que ella estaba muerta y que el mundo al que los dos pertenecían había sido arruinado por dos guerras sucesivas y un exilio que tal vez no iba a tener regreso. La primera carta estaba fechada en París, en 1919. La última en Sevilla, en diciembre de 1935. El hombre que volvía a leerlas era un profesor de 54 años, que llevaba ya casi diez fuera de España, aceptablemente acomodado a la rutina académica americana, al ambiente entre tedioso y pastoral de esas universidades de Nueva Inglaterra en las que el sosiego y el poderío de la naturaleza facilitan una sensación de lejanía hacia el mundo exterior.
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