Un optimista

Publicado el

Me acuerdo de Claudio Guillén leyendo las cartas que su padre, Jorge Guillén, le escribió a su esposa entre 1919 y 1935. En muchas de esas cartas hay referencias a Claudio, que nació en 1924, y a quien yo tuve la suerte de tratar bastante, sobre todo desde que ingresó en la Academia, pero también antes, cuando coincidíamos de vez en cuando y él siempre me envolvía en una cordialidad de hombre grande, enérgico a la manera americana, porque había pasado la mayor parte de su vida en los Estados Unidos, a donde lo llevó en 1938 el exilio de sus padres. Había sido profesor de literatura comparada en Harvard y tenía una cultura formidable, en la que confluían lo mejor de la Institución Libre de Enseñanza, el bachillerato francés y la universidad americana. Pero no había en él ni el menor rastro de pedantería ni de arrogancia, sino una llaneza que hacía más contagioso su amor por los libros, por la gran tradición literaria de Europa, que él leía en varios de sus idiomas originales, incluyendo el latín. Recitaba a Horacio y a Virgilio en la lengua original y adoraba el cine. Me acuerdo de verlo un domingo por la tarde en la cola para una película de Woody Allen. Murió de repente un viernes por la noche después de haber disfrutado viendo en televisión La reina de África. Yo lo había visto la tarde anterior y le había dicho lo que le decía siempre: “Claudio, tienes que escribir tus memorias”.

Leyendo las cartas de su padre a su madre comprendo más la sensación de fortaleza jovial que Claudio desprendía. Alguien que ha sido muy querido de niño y que ha tenido padres que se querían mucho entre sí dispone para siempre de una base sólida en el mundo. Jorge Guillén le escribía a su novia Germaine, francesa y judía, unas cartas apasionadas que lo siguieron siendo cuando ya estaban casados y tenían hijos. Me he sumergido durante varios días en ellas, subyugado por la calidad de los sentimientos y de la escritura y por la capacidad de cronista del mundo que tenía Guillén. Viaja y le cuenta todo lo que ve a la mujer que ama, y se congratula de que sea su gran amor y su esposa, y de que esa condición pública envuelva el secreto de la pasión que los une: “Hay cosas que permanecen secretas a pesar de todos los intentos de revelación”. Viaja a Ginebra en 1921 queriendo conseguir un empleo de traductor en la recién nacida Sociedad de Naciones y su relato tiene la precisión satírica en la observación del absurdo administrativo que había en Bella del Señor, de Albert Cohen. En una frase comprime una visión de la ciudad y un estado de ánimo: “Hace frío y es el domingo protestante de calles desiertas y sin alegría”. En Oxford se aloja con un matrimonio inglés que no se dirige la palabra ni mira a sus hijos y le escribe a Germaine: “Comparado con esta gente yo estoy hecho un paso de Semana Santa”. Va a comer con Lorca un mediodía de Madrid en 1925 y reconoce sin ninguna reserva su talento: “Hay que inclinarse: es el primero de todos nosotros”. Parece que lo va a vencer el desaliento porque las cosas no salen como él quisiera y porque no acaba de encontrar un trabajo que le permita vivir con desahogo con su mujer y sus hijos y no se rinde: “Tengo una necesidad tal de creer en la vida, en la belleza de la vida, de mi vida, de nuestra vida, que el desaliento no puede nunca prevalecer”. Viaja en tren por Europa para dar conferencias y visitando Verona y luego Venecia se entristece al no poder compartir su entusiasmo con Germaine, y le explica un ideal de vida que no sería difícil compartir: “Ver muchas ciudades y querer en todas ellas a la misma mujer”.


Leo el libro despacio, tomando notas, doblando picos de páginas, porque he de escribir sobre él para este fin de semana. Quizás a Jorge Guillén se le tiene menos consideración que a otros poetas de su tiempo porque él fue capaz de resaltar la alegría, y en literatura siempre es más prestigiosa la pesadumbre. Germaine, cuando todavía son novios, le ha escrito desde París que ha superado una gripe y está tomando algo de peso y él responde, aliviado, en una época en la que la gripe acababa de matar a millones de personas: “Estoy contento de tener 300 gramos más de Germaine”. Pero es ese mismo hombre el que años después, ya en el exilio, escribe un poema titulado “La sangre al río”, del que proceden estos versos:

Llegó la sangre al río.

Todos los ríos eran una sangre,

y por las carreteras

de soleado polvo

-o de luna olivácea-

corría en río sangre ya fangosa,

y en las alcantarillas invisibles

el sangriento caudal era humillado

por las heces de todos.

Entre las sangres todos siempre juntos,

juntos formaban una red de miedo.

También demacra el miedo al que asesina,

y el aterrado rostro palidece,

frente a la cal de la pared postrera,

como el semblante de quien es tan puro

que mata.