En la secuencia de las salas de la Fundación Mapfre en el paseo de Recoletos se llega a una pequeña habitación lateral que no tiene puerta y en la pared del fondo se ve un cuadro de Mark Rothko. Es un cuadro de dimensiones reducidas, óleo sobre papel fijado a una tabla, con un marco de madera simple, el único que hay en la habitación. La luz está atenuada, para no dañar el papel, y también, imagino, porque a Rothko le disgustaba la iluminación excesiva, que a su juicio borraba los matices sutiles de la pintura y entorpecía la contemplación. En los estudios sucesivos que tuvo en Nueva York no dejaba que entrara mucha luz por las ventanas. En sus viajes a Italia Rothko había apreciado la penumbra de esas capillas en las que a veces resulta difícil advertir los detalles de un cuadro o un fresco. En Santa Maria del Popolo, admirando La crucifixión de San Pedro y La conversión de San Pablo, había visto cómo las figuras de Caravaggio emergían poco a poco de la sombra, a medida que la pupila se iba acostumbrando a la poca luz de las capillas, como si la luz misma viniera de ellas. Rothko tenía una actitud muy protectora hacia su propio trabajo, más defensiva y más desconfiada según pasaban los años, según veía que su forma de pintar se había quedado anticuada para los críticos y para muchos coleccionistas que no mucho tiempo atrás lo adulaban.
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