Me gusta mucho J.M. Coetzee. Me gusta su manera de escribir y su manera de ser escritor, esa reserva, esa falta de pomposidad que ha mantenido incluso después del Nobel. Me da envidia su estilo tan austero y flexible, que a veces tiene algo como de neutro enunciado, de exasperante aridez: la aridez que puede haber en las almas y en las vidas de las personas, y en esos paisajes de Sudáfrica y de Australia contra los cuales uno imagina que resalta su figura solitaria como la de un eremita en un desierto. Coetzee ha adoptado valerosas posiciones públicas, pero no tiene nada de personaje público. Se ha comprometido abiertamente -contra el apartheid, contra la corrupción en su país de origen- y a la vez parece tan refractario a la política como a la retórica. Ha escrito ensayos generosos y lúcidos sobre otros escritores. Es un novelista de resonancia universal y a la vez es un hombre que vive en privado y que no alza la voz, porque un escritor de verdad nunca habla a gritos, ni por megafonía, ni se dirige a multitudes, sino a cada persona, una por una, a cada lector, en el tono de una conversación confidencial.
Disgrace es una de las grandes novelas contempráneas, estoy seguro, las que resumen un tiempo en la peripecia de unas vidas. Boyhood y Youth componen las etapas primeras de una vida con una verdad y un laconismo que a mí me calan tan hondo como los delgados volúmenes de la autobiografía de Thomas Bernhardt, que quizás no son ajenos a su inspiración. Ahora acabo de terminar Summertime. Lo terminé anoche, y esta mañana me lo he llevado en el metro para leer de nuevo el principio. Culpable de libros demasiado gruesos, me gustan mucho éstos tan enjutos, que caben en el bolsillo de la americana, que tienen una cualidad sintética de libros de poemas.
Summertime, en cierto modo, es el tercer volumen de la autobiografía. Pero es como una autobiografía vista del revés, como un tapiz cuyas figuras debiéramos adivinar mirando y tocando los hilos del reverso. Unas entradas de algo que parece un diario, fechadas a principios de los años setenta, contadas en esa tercera persona y en ese presente que son habituales en Coetzee, como para eludir la tentación expansiva del yo, la vaguedad del relato en pasado: lo que se cuenta ocurre ahora mismo, y le ocurre a alguien parcialmente visto desde fuera, desde una seca distancia emocional. Y a continuación unos capítulos que parecen una serie de entrevistas, supuestamente llevadas a cabo por el biógrafo de un escritor llamado John Coetzee, que tuvo una vida visiblemente idéntica a la del J.M. Coetzee que firma el libro, pero que murió hace poco. Varias mujeres y un hombre que tuvieron un trato más o menos cercano con John Coetzee en aquellos años cuentas los recuerdos que les quedan de él; pero en esos relatos él no es el protagonista, sino un personaje en tránsito por las vidas de los otros. Y sin embargo, poco a poco, de todos ellos emerge un retrato que es, claro, un autorretrato, y también una serie de perfiles de otras personas, y una crónica de Sudáfrica en los años más siniestros de la supremacía blanca.
Lo que en otro escritor podría haber sido un ejercicio de metaliteratura a la moda, un juego de manos urdido con los prestigiosos ingredientes de la vacuidad, la autorreferencia y el narcisismo, en Coetzee se revela como la única forma posible de contar lo que debía ser contado, la soledad de un hombre todavía joven que no encuentra su lugar en el mundo, la de las personas que estuvieron cerca de él y lo vieron cada una desde una cierta perspectiva, y todas ellas sumergidas en una atmósfera política venenosa. transeúnte y furtivo en el relato de su propia vida, este John Coetzee del que se habla con el tono de voz que sólo se usa para referirse a los muertos, es un personaje inventado y también el instrumento de una confesión personal: amarga, irónica, nada sentimental, severa como una declaración bajo juramento. A J.M. Coetzee se le nota en la cara lo muy en serio que se toma el oficio de escribir.