Dos horas y media caminando sin reposo, en la mañana del martes festivo. En este oficio tan sedentario no hay más remedio que caminar mucho para compensar la inmovilidad frente a la pantalla, el enclaustramiento en el cuarto de trabajo. Es una mañana de nublado y de sol, con una temperatura fresca de octubre, perfecta para mantener las piernas rápidas y los sentidos despiertos. Casi una hora para llegar al Retiro, y una vez allí un gran paseo por los senderos tan familiares, pisando esa tierra a la vez firme y un poco esponjosa en la que saltan los talones. Cuántos kilómetros habré corrido por estos caminos, a lo largo de estas verjas que marcan el perímetro exterior. Pero aun no pierdo la esperanza de que se me curen del todo las viejas lesiones y pueda correr de nuevo. Cuántas ideas se me ocurrieron mientras corría, en ese momento que viene después del primer golpe de cansancio y en el que de pronto uno ya no siente el esfuerzo; hay una bella expresión en inglés para describir ese trance, “to get a second wind”. Ir como un velero llevado por un golpe inesperado y sostenido de viento.
En esa zona de jardines afrancesados que se llama el Parterre me quedo un rato admirando el que según dicen es el árbol más antiguo de la comunidad de Madrid, el ahuehuete o Taxodium Mucronatum , que según testimonios pudo ser plantado a mediados del siglo XVII, y haber sobrevivido a la tala brutal de los ocupantes franceses, que arrasaron el parque para instalar en él su cuartel general. El árbol parece una catedral de ingentes columnas superpuestas, un niágara de vegetación que desciende abrumadoramente hacia uno cuando levanta los ojos queriendo alcanzar toda la altura de su copa.
Pero hay que seguir caminando, caminando, ahora de regreso, ahora con una euforia sin cansancio, sin ningún deseo de parar, viendo caras, lugares, perspectivas de calles, letreros, escuchando conversaciones, aceptando de mala gana el contratiempo de un semáfaro en rojo, un paso y después otro paso, la felicidad genética de una especie caminante que ha llegado a pie a los lugares más extremos del planeta. Me saca de mi divagación ya un tanto anfetamínica una sensación de peligro: grupos de gente joven con cataduras patrióticas que vuelven del desfile esgrimiendo sus banderas arrojadizas, limpias de escudo constitucional. Más vale apartar la mirada.
Y cuando llego a casa y pongo la radio, mientras hacemos la comida, exhausto y contento, tomándome una cerveza fresca y picando algo, escucho los silbidos y los abucheos groseros que casi no dejan oir el toque funerario de la corneta en homenaje a los militares muertos. ¿No quedamos en que estos individuos eran tan patriotas? ¿Cómo es que no respetan lo que declaran tan sagrado para ellos, la bandera, el sacrificio de esos soldados que han dejado la vida en misiones internacional de paz? Me siento ofendido en mi dignidad de ciudadano. ¿Sería mucho pedir que en esos minutos se respetara al presidente del gobierno y a los símbolos que deberían representarnos más o menos a todos? Y luego esa señora delirante que ostenta, para nuestra desgracia, la presidencia de la comunidad de Madrid, dice que a esos bárbaros los ampara la libertad de expresión. Habría que ver lo que diría si la abuchearan a ella. Y en qué cosa tan baja ha quedado aquel derecho que soñábamos cuando no lo teníamos, la libertad de expresión.