Qué prisa tiene la gente por aplaudir al final de un concierto; tanta como por ponerse a toser y carrespear y removerse en la silla en la pausa entre dos movimientos. Hace falta silencio para apreciar la música, igual que hace falta espacio para apreciar un cuadro, una pared limpia, un fondo blanco entre la foto y el marco. A mí me gustan mucho esos segundos de silencio que transcurren entre la subida del director de orquesta al podio y las primeras notas. Y me gustaría más que hubiera silencio cuando termina un movimiento, para que el espíritu repose y se disponga a recibir lo que viene después, y cuando ha sonado la nota final del concierto o de la sinfonía, para que se extinga por sí misma la resonancia tan rica de los instrumentos de la orquesta, la vibración de las cuerdas, de las maderas, del parche tenso de los timbales, para que salga del todo la columna de aire de los instrumentos de viento.
Pero hay que toser, quizás para que se sepa que uno sabe que lo propio de los intermedios en una obra es toser y no aplaudir, aunque se lo pidiera a uno el cuerpo. Hay que arrojarse a manifestar el entusiasmo que lo trastorna a uno al final de la obra para que se le note la sensibilidad arrebatada. No pido demasiado silencio: quince, veinte segundos. A veces los más entusiastas se lanzan a aplaudir después de un rotundo aspaviento orquestal y todavía queda partitura. Por no hablar de ese momento en que Madama Butterfly está a punto de disolverse en la melancolía de la espera mientras amanece en la bahía de Nagasaki y suena un móvil con la musiquilla de El coche fantástico.
Anoche me hubiera gustado un poco de silencio al final de la Quinta de Beethoven, y de la Quinta de Tchaikovsky, que vino después, en el Auditorio Nacional. Fuimos con Jorge y Nicolás, y como el concierto era tarde los cuatro nos fortificamos previamente en casa con una tortilla de patatas y una ensalada de tomate y ventresca de atún que había hecho Elvira, todo ello acompañado con un tinto ligero que avivaba la conversación y hacía todavía más gustosa la expectativa de la música. Fue Jorge quien nos había avisado de que actuaba en Madrid la Sinfónica Juvenil “Teresa Carreño” de Venezuela, dirigida por Christian Vásquez. Christian Vásquez tiene 25 años: los miembros de la orquesta, entre catorce y veinte. Nunca he visto tantas mujeres, tantos músicos de pelo rizado y tez oscura en una orquesta sinfónica. Todos ellos pertenecen a ese extraordinario Sistema Nacional de las Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, que empezó hace 35 años el maestro José Antonio Abreu, y que desde entonces ha sacado a millares de niños y jóvenes de la pobreza y la marginación a través del aprendizaje de la música.
Uno piensa que ya se sabe de memoria la Quinta de Beethoven: la tocan estos muchachos que se mueven en oleadas al inclinarse sobre sus instrumentos como en una coreografía jubilosa, y parece que la Quinta Sinfonía la estamos escuchando por primera vez, en toda su fiereza y su novedad, que está irrumpiendo ahora mismo en el mundo. Tocan la Quinta de Tchaikovsky y su desmesura romántica estalla como una inundación. Se ve que al final de la Quinta a Tchaikovsky se le fue un poco la mano, pero estos músicos tan jóvenes convierten en pura pasión lo que habría estado a un paso de la grandilocuencia.La sinfonía no ha terminado y ya hay quien empieza a aplaudir.
Pero la fiesta inesperada llega con los bises. La severa sinfónica de trajes oscuros se transmuta en orquesta tropical y del romanticismo tardío y algo tenebroso pasamos al mambo en una catarsis de alegría caribeña. Un mambo y otro mambo y una danza muy rítmica de Alberto Ginastera que le hace a uno acordarse de Stravinsky y de Revueltas, y ni la gente se cansa de aplaudir ni los músicos de tocar. “A ver quién acuesta a estos esta noche”, dice Jorge, “quién les rebaja la adrenalina”. Porque ayer tocaron en Amsterdam, y mañana toman un avión y repiten el mismo programa en Londres…