Cercanía inmediata

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Paseo por Zaragoza, en la mañana soleada de octubre, charlando con el profesor José María Serrano Sanz, que vino a recogerme a la desaforada estación del AVE, y que me enseña con amena pedagogía la ciudad: los ensanches del XIX, el centro histórico, los fragmentos de la muralla romana, la estatua del emperador Augusto que vino regalada por Mussolini en 1938, las inevitables barbaridades urbanísticas, en medio de las cuales resaltan más algunos hermosos testimonios de arquitectura autóctona, algunas plazas con jardines, estatuas y árboles. No venía a Zaragoza desde hacía casi 20 años: desde que recalé aquí en la peculiar gira de promoción del premio Planeta, que me dejó un mareo de sedes del Corte Inglés que eran siempre la misma aunque yo no paraba de cambiar de ciudad, y también, afortunadamente, la amistad inolvidable de Néstor Luján.

El profesor Serrano es una de esas personas que transmiten una cordialidad inmediata y respetuosa, una sensación cálida de cercanía. Según charlamos y caminamos vamos tomando confianza y al cabo de un rato ya tenemos muy claras afinidades cruciales, y nos permitimos bromas sobre los habituales figurones públicos y sobre los muchos disparates que regala la actualidad, tan numerosos como los destrozos urbanos que vamos viendo, y que se parecen tanto, en su cronología y en sus resultados, a los de tantas ciudades españolas, que han preferido el beneficio a corto plazo de la especulación y el pillaje a un desarrollo cuidadoso y orgánico que preservara lo mejor de una herencia acumulada durante siglos, convirtiéndola en un espacio de conviencia y también en una fuente segura y duradera de prosperidad.

También está, cómo no, el futurismo desmesurado y no se sabe si muy racional de esos proyectos gigantes que tanto gustan a la casta política, y que por lo pronto no se sabe cómo los vamos a pagar. El profesor Serrano enseña economía en la universidad de aquí, y yo aprovecho para someterlo a un interrogatorio:  en un cierto momento me está contando la historia de uno de esos palacios y torres de ladrillo mudéjar y disposición italiana que todavía quedan en la ciudad; a continuación me explica con claridad y paciencia qué posibilidades tenemos de salir de la crisis o cuál es la cuantía astronómica de las deudas que las diversas administraciones de nuestro país han contraído y siguen contrayendo con la extraña noción de que lo que se toma prestado puede gastarse sin pensar en que habrá que devolverlo. Yo he venido a Zaragoza a dar una charla en defensa del conocimiento y de la instrucción pública: el profesor Serrano me explica que precisamente nuestro bajo nivel educativo es una de las razones que hacen más grave la crisis, y que dificultarán más la salida. Que tengamos el índice de abandono escolar más alto de la OCDE y también el de paro no es una coincidencia.

Hablar y caminar. Detenerse a examinar la fachada de una iglesia del siglo XVII en la que se combina con sutil armonía la tradición constructiva en ladrillo de los artesanos moriscos y la elocuencia de la escultura barroca: o ese muro lateral de la Seo en el que se ven, como estratos geológicos, las huellas del románico, del gótico, del Islam, del barroco. Conversar sobre el estado de ensoñación o aturdimiento colectivo en el que se ha vivido durante muchos años, la política convertida en publicidad, demagogia y halago, el saber y el esfuerzo sometidos a escarnio, el despilfarro en lo superfluo y la mezquindad y la negligencia en lo necesario; la hostilidad contra la excelencia; la demagogia de un igualitarismo bajo el cual se fortalecía la desigualdad. Nos preguntamos cómo serán recordados estos años, esta burbuja en la que hemos vivido sin querer darnos cuenta de su fragilidad: con qué ojos se verán dentro de medio siglo o de un siglo los monumentos desmedidos que simbolizarán nuestra época. Y aunque el tema es sombrío se nos caldea el ánimo con el gusto de la conversación y el tibio sol del otoño. Frente a los restos de la muralla y la estatua mussoliniana de Augusto está el Mercado, una maravilla de la arquitectura del hierro que fue construido a finales del XIX y que fue salvado de la piqueta gracias a una sublevación vecinal en los primeros setenta. Es un mercado próspero, bullicioso de gente y de ecos de voces, con feraces fruterías y pescaderías, con los olores mezclados de los dones de la tierra y de las especias. Los vendedores pregonan sus géneros con un fuerte acento aragonés. Los vendedores en los mercados siempre tienen mucho acento local.

Se nos hace tarde para llegar a la comida, porque nos distraemos acercándonos a una torre mudéjar que se veía al final de una calle, explorando esa plaza umbrosa, amplia y recóndita al mismo tiempo, que es la de los Sitios. Despúes el profesor Serrano me traerá al hotel un número de la Revista de Occidente en el que hay un ensayo excelente escrito por él sobre estos temas de los que hemos conversado -“no es muy largo”, me dice, con tono de disculpa. En su última página encuentro una cita de Robert Louis Stevenson y una referencia a La Línea de Sombra, que es una de las novelas que más me gustan de Joseph Conrad. Qué regalo viajar a una ciudad y encontrarse con personas a las que ayer mismo uno no conocía y de las que parece que ha sido amigo desde hace mucho tiempo.