La mañana del domingo se me va casi entera haraganeando en el Botánico. Está nublado, hace algo de fresco, hay una brisa como de lluvia próxima, así que no me cruzo con mucha gente. El anchuroso silencio del Día de la Bicicleta se ha acabado muy pronto. Para el brutal ayuntamiento de Madrid, que está teniendo tanto éxito en su cruzada a favor del asfalto, el granito y el monóxido de carbono, el Día de la Bicicleta dura poco más de tres horas, lo cual ya indigna al taxista que me ha llevado a una cita a la que llegaba tarde: “¿Es que no tienen bastante con la Casa de Campo?”
En la grisura de la mañana de octubre resaltan más los colores de las dalias enormes y carnosas, algunas tan pesadas que doblan los tallos que las sostenían. La dalia, en estos días de otoño, es la Mae West de las flores, con esa plenitud madura, ya un poco morbosa, de colorido excesivo, cortejada por algunos abejorros que pesan tanto y están ya tan aturdidos que apenas vuelan, beodos de sabrosos azúcares.
Una pareja de turistas británicos charla sosegadamente y toma fotografías de las dalias, y luego él de ella, y ella de él. De pronto los tres asistimos a un episodio acelerado de selección natural: en un sendero una ardilla de cola tiesa y rojiza estaba atareada mordisqueando una castaña; uno de esos gatos que merodean por el Botánico la ha distinguido desde lejos y echa a correr hacia ella como una flecha o un guepardo; el gato es espléndido, rubio, musculado: la ardilla vuela más que corre perseguida por él y trepa a toda velocidad por el tronco de una gran acacia; el gato salta, al pie del árbol; la ardilla, boca abajo, a media altura, lo mira como desafiándolo, segura de que el gato ya no la puede alcanzar; lo que hace ahora el gato es que se esconde detrás de un arbusto cercano…
El Botánico es un museo con una incomparable exposición permanente que está cambiando siempre, al ritmo de las estaciones. Me gusta ver una vez más a los grandes árboles que son como viejos amigos -el gran olmo Pantalones, el ciprés gigante que debió de ser plantado a finales del XVIII- pero donde más disfruto es en la zona de la huerta, porque me hace acordarme siempre de la huerta de mi padre: las matas de las calabazas, las de los tomates, que ya están dando sus últimos frutos, esos tomates demasiado rojos que se pudrían por debajo cuando estaban sobre la tierra, y cerca de los cuales anidaban los grillos; las hojas anchas de las coliflores, el verde jugoso del perejil, las hileras de rábanos recién plantados, el verde y el blanco extraordinarios de las acelgas; los granados, las granadas entreabiertas en las ramas tan gráciles. En la tierra esponjada de los canteros de la huerta se me hace más presente mi padre, que sabía tanto de ese trabajo, que lo amaba tanto. Y entonces me acuerdo de que mañana, lunes, día cuatro, era el día de su santo, el día último de la feria de Úbeda, el de la corrida de más postín, que él nunca se perdía. El día de San Francisco mi madre cocinaba una gran fuente de arroz con conejo y comían con nosotros mis cuatro abuelos, y algunas veces también el tío Pepe, que era hermano de mi abuelo paterno, Antonio, y hortelano jubilado también. Después de comer mi padre vencía el gustoso sopor para irse a los toros con su hermano, mi tío Juan, tan feliz que se le encendía el color de la cara, ya muy avivado por el guiso de arroz y los vasos de vino.
En la huerta del Botánico me acuerdo de la de mi padre en aquellos primeros días otoñales en que yo iba a ayudarle (a regañadientes) después de salir del Instituto. Y por un momento me dan cierta envidia esas personas que están convencidas de que habrá una vida futura en la que estarán de nuevo con quienes más han querido. Yo salgo del Instituto en una tarde cárdena de principios de octubre, recién empezado el curso, y en la huerta mi padre está esperándome para que le ayude a recoger y a lavar la hortaliza en el chorro de agua que ya sale mucho más fría de la alberca.