Cuando era niño Federico Fellini iba con su madre a un cine de Rimini que se llamaba Fulgor Cinema. Vería desde lejos el letrero luminoso y aun antes de que empezara la película ya viviría sumergido en el hechizo de la anticipación, de esa manera completa en que un niño se sumerge en sus experiencias más queridas: la calle oscura y el letrero flotando como una promesa, tal vez la mano de la madre apretando la suya, el barato esplendor de los grandes carteles, sus colores exagerados por la luz eléctrica, la ventanilla de la taquillera, los olores del interior cálido y el tacto de las cortinas rojas y el peluche de las butacas. A su madre le gustaban sobre todo las películas de Greta Garbo. Al niño Fellini le gustaban las del vaquero Tom Mix, las de Laurel y Hardy, las de detectives y periodistas americanos, que llevaban siempre espléndidas gabardinas con muchas hebillas y cinturones ceñidos. De niño, de adolescente, Fellini no quería ser director de cine, entre otras cosas porque no sabía que ese oficio existiera: lo que quería ser era periodista para llevar una gabardina y un sombrero como los periodistas de las películas americanas. Cuando a los 17 años se marchó de Rimini a Florencia y luego a Roma y empezó a trabajar en deplorables redacciones de periódicos locales descubrió tristemente que los periodistas de la realidad no se parecían nada a los del cine.
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