Fui con Elvira al CaixaForum, en el paseo de Recoletos, para ver la exposición sobre Lorca, Dalí y la Residencia de Estudiantes, imaginando que podría darme material para la crónica de la semana. La mañana era prometedora: transparente y luminosa, con amplitudes de domingo. Desde el otro lado del Paseo del Prado llegaba el olor otoñal a tierra húmeda del Botánico. Elvira venía de otro sitio, de una entrevista sobre su libro en Radio Nacional. Me gustó verla por sorpresa en la rampa de entrada, hablando por el móvil, entre la gente que iba y venía y que tomaba el sol perezosamente.
Nada más entrar en la primera sala me di cuenta de que la exposición no iba a gustarme, aunque me distraje un rato, no queriendo hacer caso a mi propio instinto, ni a esa pesadez que se le pone a uno en las plantas de los pies cuando una exposición está aburriéndolo y uno todavía no lo ha aceptado. Dibujillos conocidos de Lorca, garabatos de los años juveniles de Dalí, bromas surrealistas en la Residencia, revistas de vanguardia de difusión ínfima y vida fugaz publicadas en provincias, amarillentas por el paso del tiempo. Y cientos de personas tan solemnes como nosotros, inclinándose para ver los dibujillos enmarcados, para examinar rancios manifiestos que en su tiempo no leyó casi nadie, etc. Intuyo lo que Elvira está pensando pero no lo formulo hasta que ella no me lo dice: “Y para esto tanto? ¿No nos estaremos tomando demasiado en serio la cultura? Dalí no es un personaje muy atractivo, ni siquiera de joven. Algunos cuadros suyos de los años veinte que pueden verse en la exposición son copias embarazosas y bastante kitsch del Picasso neoclásico. ¿Y es preciso preservar, enmarcar, catalogar y exponer hasta el último garabato que dibujó en un formulario de la notaría de su padre? Sin duda aprendió mucho de Lorca, pero nunca me ha dado la impresión de que el amor que Lorca sintió por él le sirviera algo en su formación como poeta, aparte de alimentarle la peligrosa ansiedad de no estar a la última.
Y del nuevo el mito de San Sebastián, con sus obviedades homoeróticas, y aquel veraneo en Cadaqués… García Lorca es sin duda uno de los poetas más grandes y más universales de la lengua española, pero quizás esta historia haya sido contada ya demasiadas veces. Pobre hombre, tan dotado para la literatura como para el amor apasionado y generoso, tan valiente en sus simpatías populares. Tan sonriente en esas fotos veraniegas de 1926, de 1927, en bañador y albornoz, moreno, probablemente enajenado de amor por alguien que ni lo merecía ni le correspondía. Sus dos grandes amigos, Dalí y Buñuel, se hicieron surrealistas y lo miraron con sarcasmo y por encima del hombro y le partieron el corazón, y le indujeron a sentirse anacrónico. La antigua historia sigue siendo igual de triste, pero en esta exposición me cansa con el tedio de lo ya muy sabido.
Algunas sorpresas visuales me devuelven el entusiasmo: un cuadro de De Chirico, con una locomotora negra, un horizonte verde azulado, una perspectiva de arcos iguales, La mañana angustiosa; un bodegón de Juan Gris que tiene toda la austera solidez y la hondura que nunca supo tener Dalí, hecho de verdes, de grises y amarillos, con un limón en el centro, sobre un frutero; algunos óleos de Rafael Barradas que anticipan la excitación pop de la ciudad, el cubismo urbano de Torres García y de Stuart Davis; un bodegón de Lorca, con delgadas líneas de tinta china y manchas de lápices de colores y creo que también de acuarela.
Es domingo, y me doy cuenta con algo de pánico de que mañana a mediodía tengo que enviar la crónica, y de que esta exposición no me servirá para escribirla. Y entonces bajamos y en la planta inferior encontramos otra exposición sobre Federico Fellini que nos entusiasma más todavía porque nos ha tomado por sorpresa.