Vamos hacia Segovia por estos paisajes austeros de la sierra de Madrid y el coche parece que atraviesa músicas al mismo tiempo que lejanías de roquedales manchadas por el verde oscuro de la jara y de las encinas. En ambos casos, en el viaje y en la música, lo más grato es dejarse llevar, ir viendo lo que llega, en la mañana nublada. Y qué secuencia: Dos melodías hebreas, de Ravel, cantadas por Felicity Lott; la sonata número 32 de Beethoven, por Richter; y ya llegando a Segovia el comienzo brumoso de La consagración de la primavera, por el Concertgebouw de Amsterdam, dirigido por Solti. Uno no ha hecho nada para recibir tanto, ni mucho menos para merecerlo, en ese viaje en el que ha habido tiempo además para conversar sobre senderos en los que caminar durante horas por la sierra, porque resulta que el conductor, José Luis, que se gana la vida con el coche, es un caminante vocacional. Estas laderas y estos valles de la vertiente norte del Guadarrama los veía Antonio Machado en sus viajes en tren entre Segovia y Madrid.
Qué novedad y qué furia, el último Beethoven: parece de pronto que la música tiene swing, que está adivinando el ragtime. El porvenir entero está en esa música, su filo, su abismo abriéndose, como en los últimos cuartetos, en la persistencia demente de la Gran fuga. Qué pena que el viaje no haya durado un poco más para escuchar entera La consagración. Lo de menos, como tantas veces, es llegar.