Estos amigos con los que estamos cenando y con los que hasta este momento hemos charlado sobre los asuntos usuales -la política, los libros leídos, el verano, la incertidumbre de la crisis, el estado de los medios en los que trabajamos- dan un quiebro a la conversación y nos cuentan la novedad que probablemente era el motivo del aire risueño que hemos advertido en ellos desde que llegamos: su hija, que tiene treinta y siete años, está embarazada. Es su única hija; hasta hace muy poco no habían tenido la impresión que deseara la maternidad. Ahora nos cuentan que les llamó desde Turquía, donde estaba de vacaciones, y que les intrigó la llamada. No es habitual que llame cuando va de viaje. Les contó que la palabra que leyó en el Predictor era la misma que veía en los carteles pegados por todas partes, porque se celebraba un referendum: Evet. Evet quiere decir sí en turco. Brindamos por la noticia y alguien sugiere que la criatura, cuando nazca, se llame así, Evet, que es un nombre sonoro, adecuado lo mismo para un niño o una niña.
A diferencia de su hija, nuestros amigos fueron padres muy jóvenes. Se casaron de penalty, como se decía antes, y fue un drama en la familia, en la provincia pequeña en la que vivían. Los mismos parientes que se escandalizaron al saber hace treinta y ocho años que esta niña, la madre futura, iba a nacer, ahora ni siquiera le preguntan si piensa casarse, si tiene pareja. Nuestro amigo, el abuelo inesperado, cumplirá sesenta y dos años dentro de poco. Fue padre a los veinticinco. Hace un rato nos ha dicho no sin melancolía que en el medio en el que trabaja él es el más viejo de la redacción: en todas partes hay que desprenderse de los que cumplen años en obediencia al fetichismo de lo juvenil y para sustituir puestos de trabajo dignos y sólidos por contratos basura, por becarios que cuestan muy poco y están dispuestos a cualquier cosa para no quedarse en la calle. Para nosotros, nuestro amigo y su mujer son jóvenes, porque la gente a la que uno conoce bien y ve con regularidad se queda detenida en el mismo presente en el que nos vemos a nosotros mismos. Y el caso es que son más jóvenes esta noche por el motivo paradójico de la ilusión que les hace el nieto que viene.
Hago cuentas, pensando en la criatura que ya crece a toda velocidad como un copo de células en el vientre de su madre. Tendrá la edad que yo tengo ahora en 2065: la fecha se parece a los futuros inalcanzables y de pronto anticuados de la ciencia-ficción. Brindamos los cuatro por el niño o la niña que no se llamará Evet y me parece que veo la escena desde fuera y desde lejos, que la imagino desde ese porvenir irreal que será el presente de su vida.