Música de cine

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Cenar bien en buena compañía, después de un buen concierto; cenar bien y ligero, en una terraza al fresco, picotear cosas y disfrutar del vino mientras se conversa sobre la música que se ha escuchado y sobre cualquier cosa; volver a casa algo tarde, pero no mucho, dando un paseo los dos a solas, después de despedirnos de los demás, en la noche de septiembre: de esas cimas intermedias de felicidad está hecha una gran parte de los mejores paisajes de la vida; lo que si no se aprecia en el momento se añorará cuando se recuerde.

Cenamos en la terraza de La Ancha, en la plaza de Cataluña, con Antonio y un grupo pequeño de amigos después de un concierto en el Auditorio, el primero de la temporada, la Orquesta Nacional dirigida por Josep Pons, tocando música de cine. La música escuchada en directo después de una larga privación tiene un efecto físico más acentuado: no esa cosa más bien abstracta que se escucha en la radio o en el interior del cerebro, a través de los auriculares, sino la música como algo imperioso y real que está sucediendo ahora mismo, en público, hecha visiblemente por el trabajo y la entrega de muchas personas, guiadas por la energía corporal del director; los golpes de los timbales retumbando en el pecho; la vibración hondamente material de las cuerdas y las maderas;  la cualidad de respiración humana de los vientos; la atención concentrada del solista, que aprieta un mástil o se lleva una boquilla a los labios unos compases antes de que le llegue el momento de intervenir; la seriedad laboral de tantas personas que han dedicado muchos años a dominar un oficio tan difícil, en el que nunca se deja de trabajar y nunca se termina de aprender. Quien piense que el arte es un capricho “creativo” que puede permitirse cualquiera y que da igual como se haga, y en que la genialidad es fácil y espontánea, sólo tiene que fijarse en cómo es de verdad la vida de un músico. Me gustaba verlos anoche, cuando bajamos a saludar a Pons, saliendo ya vestidos de calle, con sus instrumentos a cuestas, trabajadores que se marchan al terminar la jornada, con el cansancio y el alivio de la tarea cumplida, con la prisa de llegar al metro, de volver a casa cuanto antes.

Habían tocado músicas de cine: Max Steiner, Bernard Herrmann, Nino Rota, Alberto Iglesias. Sin las imágenes que las inspiraron, las partituras tienen todavía más fuerza, revelan su calidad interior, su capacidad de sugerir y de conmover. Escuchamos Amarcord y nos parece que la película entera sucede ante nosotros, con su ternura y su burla, con su mirada a un mundo que sólo existe en la memoria. Y qué sobrecogimiento de expectación cuando irrumpe el preludio de Casablanca, qué sensación de amenaza y viaje. Pero el más grande, sin duda, es Bernard Herrmann: Psicosis, Vértigo, North by North West. Son las películas que conocemos y también las películas mucho mejores, más alucinatorias, todavía más misteriosamente poéticas, que podría haber hecho Hitchcock si no hubiera tenido que someterse a la camisa de fuerza de la intriga y el melodrama, si hubiera podido trabajar con la libertad que él envidiaba en Buñuel. En Psicosis no hay nada más que cuerdas: no anda muy lejos Béla Bartók. En Vértigo el romanticismo exasperado y morboso de la pasión sexual que no llega nunca a consumarse y que se confunde con el sueño y la muerte tiene resonancias de Tristán e Isolda.


Y después de Herrmann, Alberto Iglesias”, dice luego Josep Pons, contento de su propia audacia al elegir y ordenar el programa. Lo dice en el camerino, todavía con el sudor y el agotamiento de haber dirigido durante dos horas, con esa energía terrenal y efusiva que es tan suya, y de la que forma parte, igual que su físico y sus gestos, su poderoso acento catalán. “Muy duro para Alberto, ¿no? ¡Qué putada! ¡Pero qué bien aguanta, ahí se nota lo bueno que es el tío!” Cuando Pons habla siempre parece que está un poco resfriado. Es tan cordial, tan franco, tan poco pretencioso, que en un país como España corre el peligro de ser infravalorado. Tiene más pinta de cocinero que de director de orquesta, pero  de cocinero de sólida comida casera catalana, no de engañifas lujosas. Y cuando habla de música la describe muchas veces como celebrando las materias primas, los sabores, los ingredientes de un plato suculento. Comí con él y con el compositor Benet  Casablancas un día de junio en el que Pons dirigía a la orquesta en la grabación de un disco con obras de Casablancas, y disfruté y aprendí más de música en esa hora y media que pasé escuchándolos que leyendo libros enteros. En los años ochenta, cuando yo lo conocí, Pons dirigía la orquesta de cámara del Teatre Lliure: había que tener valor entonces en España para hacer Kurt Weill, Roberto Gehrard, el Manuel de Falla del Concerto de clave. Esta noche, después de la descarga eléctrica de North by North West, la suite de Volver, de Alberto Iglesias, ha sido como sumergirse de pronto en una atmósfera de sensaciones sugeridas, como pasar de los trazos violentos y la abundancia material de Jason Pollock a una acuarela de Paul Klee. Pons ha modelado la orquesta para que responda así de flexiblemente al tránsito de la furia a la delicadeza.

El mérito verdadero de algo resalta más por contraste: escuchando en la segunda parte la música del Drácula de Coppola y la de Alatriste, las dos ampulosas, llenas de efectos, de golpes de timbal, de tempestades corales, nos damos cuenta de verdad de la economía de medios con la que han logrado sus efectos expresivos Nino Rota, Iglesias o Herrmann. Todo va en gustos, pero en las artes, igual que en las personas, yo prefiero a quien no reclama con aspavientos la atención sobre sí mismo.Como nada fatiga más que la sobreabundancia innecesaria, salimos con alivio a la noche fresca de septiembre.