En su libro de recuerdos “¡Tierra, tierra!”, Sándor Maria cuenta su regreso a Budapest en la primavera de 1945, después del sitio a que la sometió el ejército soviético para expulsar a los alemanes. La ciudad estaba tan en ruinas que costaba trabajo orientarse en las calles. Cuando llegó a la casa donde había vivido durante muchos años, Marai vio que de ella sólo quedaban intactos los muros exteriores. Trepando por el montón de ruinas de lo que había sido la escalera llegó a su antiguo piso. Todo lo que quedaba de su antigua vida, entre los cascotes, era un sombrero de copa y un candelabro francés. Casi todos sus libros habían sido destrozados por las bombas. Encontró uno no dañado, junto al sombrero de copa. Era un manual de cría de perros. Se lo guardó en el bolsillo y bajó tropezando por la ladera de escombros. Dice: “En aquel momento -me acordaría de ello en muchas ocasiones- sentí un curioso e inmenso alivio”.
Unas páginas más adelante asegura que, aunque ha escrito versos de vez en cuando, no es poeta, y explica luminosamente la razón: “mi sistema nervioso y mi conciencia no contienen la energía condensadora que llamamos poesía, una fuerza capaz de catalizar -de una manera mágica, a veces demoníaca- en una sola palabra los elementos de la pasión y la razón, del mismo modo que se reúnen en el núcelo del átomo los protones y los neutrones”.
Eso me trae el recuerdo de aquellos versos de Cervantes: “Yo que tanto trabajo y me desvelo/por parecer que tengo de poeta/las gracias que no quiso darme el cielo”.
Porque siento ese respeto a lo que admiro tanto me asombra la facilidad con que muchas personas se llaman a sí mismas poetas, como si les hubieran expedido un título en alguna parte, como si lo fueran a ser para siempre, como si lo fueran siempre, en todo momento. Dicen, “nosotros, los poetas”, con el mismo aplomo con que dirían, “nosotros, los accionistas”, o “nosotros, los médicos”.