Los olivares

Publicado el

De niño nada me gustaba más que ir con mi madre, mis tíos y mi abuelo materno a los olivares en la época de la aceituna. Era una fiesta, calentarse al amanecer junto a una hoguera, alejarse de la cuadrilla imaginando que se perdía uno en un bosque, tener mucha hambre y sentarse a comer al sol de diciembre apoyado contra un tocón. Después, cuando ir a la aceituna fue trabajar de sol a sol para ganarse un jornal, el encanto desapareció muy rápido. Pero cuando vuelvo a mi tierra me conmueve ver el paisaje monótono de los olivares perdiéndose en la lejanía, y pensar que hay algo de sagrado y de muy antiguo en ese árbol y la maravilla del aceite: su resplandor de oro, su aroma un poco ácido, el deleite de verterlo sobre un trozo de pan tostado y añadirle unos granos de sal. Cuando yo era niño y adolescente la aceituna la recogía la gente campesina de Úbeda: en los últimos años, mis tíos maternos, que siguen dedicados a la agricultura, me cuentan que contratan cuadrillas de trabajadores de Malí, y que son muy cumplidores, muy buenos aceituneros.

Me he acordado de esos paisajes levantados por “la tierra callada, el trabajo y el sudor”al leer en El País este artículo estupendo de Javier Rico:

MILLONES DE AVES BUSCAN OLIVAS”

Está tan bien escrito, y es tan informativo, tan atento a los equilibrios sutiles entre la agricultura y el respeto a la biodiversidad, que me ha compensado de otros sinsabores del periodismo: cuando uno es muy crítico con lo que no le gusta, también debe estar atento a celebrar lo que le parece muy bueno.

Antonio Muñoz Molina
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.