Cumpleaños

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De qué manera tan distinta perciben los padres y los hijos la misma duración temporal. Para el hijo, su primera infancia está envuelta en una niebla luminosa en la que se confunde la leyenda con el recuerdo, como en las mitologías primitivas, y el nacimiento es un hecho inconcebible, casi tan imaginario como el tiempo anterior a la propia vida; el padre o la madre ven la vida entera del hijo en un presente simultáneo. El hombre hecho y derecho, la mujer plena con los que tienen un trato de adultos, sin embargo son a la vez el niño o la niña a los que hacen nada llevaban de la mano, a los que vieron en el momento de nacer. No es esa tontería de que para los padres el hijo siempre es un niño: el hijo es un adulto, pero también es el niño en cada momento de su vida, en esa parte que el padre o la madre recuerdan muy bien, y él o ella no; el recién nacido de hace veinte o treinta años está tan fresco en la memoria que nunca se desdibuja en el pasado. Cuando mi hijo mayor nació mi padre lo tenía en sus brazos y me dijo: “Te estoy viendo a ti cuando naciste”. Me ha hecho falta mucho tiempo para comprender bien esas palabras. A Miguel lo conocí el día que cumplió seis años. El niño que me miraba con tanta curiosidad y tan poco recelo sentado en un banco, delante de su guardería, sigue presente al cabo de tantos años, sin confundirse con el hombre joven corpulento y barbudo que es ahora, sin que ninguno de los dos borre al otro.

Hoy, nueve de septiembre, Elena cumple veintiún años. Como está en Granada le hemos mandado un ramo con veintiuna rosas. Cualquier otro recuerdo de 1989 es muy lejano: la novela que publiqué ese año, mi cara de entonces, las noticias del mundo. Y sin embargo su pequeña cara enrojecida y su pelo negrísimo siguen siendo parte del presente, y la luz que había en los pasillos del hospital la mañana en que nació. De entonces ahora para ella ha pasado nada menos que la duración de su vida entera. Para mí es ayer mismo.