En el escaparate de una librería de mi barrio veo al pasar la portada de Lo que me queda por vivir , la novela de Elvira que salió ayer. Como iba un poco distraído y lo he visto por sorpresa, el libro, tan familiar para mí, es nuevo durante un instante, esa portada que nos llama con una promesa inesperada de lectura. Creo que es muy buena la ilustración de Miguel: la madre muy joven y el hijo muy pequeño, los dos frágiles cada uno a su manera y los dos destinados sin remedio a la fortaleza, para protegerse el uno al otro, para darse un amparo mutuo frente a la hostilidad y a la incertidumbre del mundo exterior; la madre tocada todavía por una orfandad prematura; el hijo teniendo que aprender demasiado pronto a moverse en la zona de niebla en la que están envueltas para él las querellas sentimentales de los adultos. Retratar niños pequeños en la ficción es tan difícil como hacerlo en la pintura: Gabi, el niño de cuatro años de esta novela, tiene una complejidad tan llena de matices como la de las personas mayores que lo rodean, lo cuidan, lo confunden a veces.
Ahora está en la calle el libro y empieza a existir de verdad. Hay un temblor en estos primeros días, el de no saber aún cómo lo recibirán los lectores, qué resonancias provocará la historia en quienes se acerquen de nuevas a ella. Ver el libro de uno por primera vez en un escaparate, entre otros libros, provoca una mezcla de ilusión y pudor. No soy partidario de llevar demasiado lejos ciertas comparaciones, pero se parece un poco a esperar en la puerta de la escuela y ver a un hijo saliendo entre el barullo de los otros niños, idéntico a ellos en su estatura y hasta en su mandilón de guardería, y a la vez tan singular, tan inmediatamente reconocido.
Leer esta novela es en algunas páginas como acercarse con el roce de las manos a una herida que no sabemos si se habrá cerrado. Ovidio Paredes ha escrito una reseña de mucho calado en la revista Clarín.Cada capítulo contiene entera una unidad de experiencia, y uno tras otro van configurando el relato de un aprendizaje: la maternidad, la orfandad, el presente de Madrid, el paraíso de la infancia, sometido al descrédito del paso del tiempo y la pérdida de las ilusiones, el pozo del dolor, la tentación del naufragio sin regreso, la intimidad sobrenatural y en cuerpo y alma de la madre y el hijo, el sufrimiento del amor y el recelo ante el amor no solicitado, la comedia de la vida.
Elvira lleva muchos años trabajando muy cuidadosamente su instrumento expresivo, un estilo de una naturalidad muy española y muy americana, bajo la advocación de Chéjov, de Galdós y de Alice Munro, con un equilibrio muy suyo entre el pudor y el descaro, sin un solo gramo de ese tejido adiposo de la literatura que es la palabrería. El filo a veces demasiado cortante de Alice Munro lo suaviza con la ternura de Chejov. De los escritores americanos a los que admira y lee con tanto cuidado ha aprendido a nombrar sin ese complejo español del provincianismo los lugares por los que discurren las vidas de sus personajes. No necesita describir con fatigosos detalles una plaza de barrio o una habitación para que nos aparezcan delante de los ojos. El tiempo revivido en la novela tiene la superficie agria de las angustias cotidianas y la perspectiva sabia y melancólica de quien lo ve desde la distancia. El pasado de hace veintitantos años es presente en el relato: el ahora mismo de la rememoración es un porvenir más luminoso de lo que podían anunciar las negruras de entonces.
Ahora que la novela ya es una cosa objetiva, un libro impreso y sólido, de algún modo ajeno a su autora y a mí, porque pertenece a cualquiera que desee leerlo, creo que me ha llegado el momento de regresar a él, imaginándome que yo también he encontrado esa novela en una librería y empiezo por primera vez su lectura.