Vuelvo muy tarde de Segovia, con el recuerdo de haber visitado la pensión donde vivió Antonio Machado. Llamarla casa-museo sería imaginarla artificial y algo pomposa. Es de una pobreza española que encoge el corazón. El cuarto del poeta es casi una celda, con el techo bajo, las paredes encaladas, el suelo de madera áspera, la mesa camilla con el brasero, la estufa de petróleo, la cama de barrotes de hierro, la mesita de noche en la que se guarda el orinal. Me dejan tocar algunos libros: en la primera página de cada uno de ellos está la firma a lápiz, en una letra bella y regular, A.Machado. Para llegar a su cuarto Machado tenía que cruzar el de otro huésped. En una pared hay carteles de la universidad popular que fundó el poeta con otros profesores del instituto de Segovia, para dar clases nocturnas a trabajadores. Por la ventana de una salita contigua se ven los tejados, y por encima de ellos las torres y las cresterías de la catedral. Estas cosas las miraron los ojos de Antonio Machado. Sobre estas tablas sonaron sus pasos, que imagino pesados y lentos. Me viene a la memoria un poema de Raymond Carver en el que cuenta la experiencia de escuchar en una noche de insomnio unos versos de Machado traducidos al inglés en una emisora canadiense. Me dicen que si quiero escribir algo en un libro de visita y prefiero no hacerlo, por respeto. Luego se me ocurre que podría haber escrito esta estrofa que me gusta tanto:
“Sólo recuerdo la emoción de las cosas
y se me olvida todo lo demás.
Grandes son las lagunas de mi memoria.”