La hora de los monos

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Incluso en las mañanas de mucho sol, dentro del café Comercial hay una luz pálida de día nublado, de mañana invernal en la que uno se refugia de la intemperie para tomar un café y leer el periódico, o simplemente para mirar por el ventanal hacia la calle, esa acera ancha de la glorieta de Bilbao que es una romería perpetua de gente que pasa, que sale despistada del metro, que busca algo, que parece estar recién llegada a Madrid.  Esta mañana la claridad de la calle y la del interior del café eran idénticas. Por primera vez en no sé cuánto tiempo hace una mañana fresca, nublada, con ese olor en el aire que tiene algo de vaticinio de la lluvia.

He venido al Comercial para encontrarme con el escritor argentino Federico Falco, que está pasando unos meses en Madrid. Federico era uno de mis alumnos en las clases  de escritura que di el primer semestre en NYU, la New York University. Destacaba de una manera tranquila, sin propósito y desde luego sin presunción, más bien al contrario, a pesar de una educada reserva que tendría algo que ver con la timidez. Es del interior del país, de Córdoba, así que no se parece nada al estereotipo del porteño. Hace unos meses publicó un libro de cuentos en Emecé, “La hora de los monos”. El título, a mi juicio excelente, es el de uno de los cuentos, pero no voy a explicarlo, porque es un placer llegar a él y descubrir a qué alude. Cada historia parece haber crecido en torno a una imagen singular y poética, entre lo muy cotidiano y lo muy raro: en el solar donde estuvo la carpa de un circo que acaba de marcharse del pueblo ha quedado un elefante abandonado y solitario; una mujer que criaba canarios va enloqueciendo poco a poco y recibe por las tardes a su marido que vuelve del trabajo como si ella fuera una niña y él su padre; en una villa miseria una coreógrafa fantasiosa ha decidido levantar el escenario de un ballet; en un pueblo de un interior remoto una chica espera para suicidarse el paso de un tren que llega muy raramente; en otro pueblo perdido un hombre joven estudia obsesivamente videocassettes de Bruce Lee y sueña con convertirse en karateka; un hombre que toma pastillas contra la depresión espera a su mujer mientras cae la tarde en el aparcamiento de un centro comercial; un viajero que ha deseado explorar con una mochila al hombro las soledades del Amazonas se extasía mirando un cartel turístico de París en el frescor del aire acondicionado de una agencia de viajes en Manaos; una señora que vive cerca de un zoológico tiene la oportunidad de acariciar una noche en su jaula a un tigre anestesiado.

Le digo a Federico que la desolación de algunos de los cuentos me hace acordarme de aquella película extraordinaria de Peter Bogdanovich, “The Last Picture Show”: la gente joven muy perdida en un lugar de espacios demasiado abiertos que está lejos de todo, en un país muy grande en el que las cosas y las vidas sólo parecen existir plenamente en la remota capital. El minimalismo de la escritura no es esa  disculpa para la  frialdad emocional que uno encuentra tantas veces,  y que ya cansa. Los golpes de comicidad impasible revelan un fondo de ternura, la compasión  hacia vidas atentamente observadas e imaginadas que no son menos dignas de respeto por residir en lo trivial. En detalles mínimos se contiene un secreto: un huesecillo y un chicle muy masticado guardados durante mucho tiempo en una cajita.

Mientras charlamos se ha puesto a llover y la gente corre al otro lado del ventanal y la claridad interior es aún más agrisada, más acogedora. Escampa unos minutos más tarde y Federico se marcha a seguir explorando Madrid, y yo caigo en la cuenta de que no le he preguntado si no estará ya maquinando un relato que suceda en esta ciudad: ningún lugar me parece más propicio a la literatura que una ciudad a la que uno ha llegado hace poco y en la que va a quedarse sólo unos meses.