Último domingo

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Última mañana del Madrid pastoral de agosto: el mismo silencio al salir de casa, aunque se oye de fondo un ruido más poderoso de tráfico, ya con algo de trueno lejano. Pero hace fresco, y los talones adquieren en seguida la elasticidad de las buenas caminatas, cuando parece que uno tiene más energía a cada zancada, que las suelas de las zapatillas rebotan sin esfuerzo sobre el pavimento. Es esa hora del domingo por la mañana en la que sólo van por la calle señores de cierta edad y de aire menestral con perros de raza indefinida. Hoy se nota que termina agosto en que hay muchos más kioscos abiertos, con ese esplendor como de fruterías que tienen los kioscos cuando los kiosqueros están todavía apilando montones de periódicos, rimeros de revistas con olor a tintas de lujo y a papel couché. En las terrazas ya hay más gente tomando café y leyendo los suplementos dominicales. A mí me gusta mucho la posibilidad de leer cualquier periódico al instante en la pantalla del ordenador, pero  disfruto más desplegando las anchas hojas impresas sobre un velador de alumino mientras me tomo un café con leche y miro a la gente que pasa.

Hoy el que pasa soy yo: rápido, notando en seguida la oxigenación del ejercicio físico, el efecto benéfico de las endorfinas, la velocidad un poco alocada con la que discurren las ideas mientras se va caminando, la misma con que se desliza la ciudad, las calles más recogidas del barrio de Salamanca, con sus sombras tupidas de acacias, el golpe de espacio al llegar a las avenidas. Por aquí anduve alucinado muchas veces, mientras imaginaba y escribía mi novela, buscando los itinerarios de los personajes, los lugares exactos en los que habían ocurrido ciertas cosas, donde se me cruzaba la gente inventada y la gente real: en ese tramo de Príncipe de Vergara estaría la casa opulenta donde habitaba la familia de Ignacio Abel; no muy lejos, en la calle Padilla,38,  vivieron Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez; en esa esquina de Velázquez estuvo el edificio de donde sacaron una madrugada de julio a Calvo Sotelo para matarlo; a esta iglesia entró Adela para rezar una siesta de mucho calor antes de tomar un tren hacia la Sierra. Visité no sé cuántas iglesias, buscando alguna que se correspondiera con lo que yo imaginaba, como el que busca localizaciones para una película. Iglesias modestas, en penumbra, en silencio, desiertas, con velas encendidas en las capillas. En una de ellas vi un crucificado y en seguida comprendí que iba a usarlo en la novela: “Santísimo Cristo del Olvido”. ¿Cómo podía yo inventar un nombre así?

Todo se queda lejos: ahora parece que recordara cosas que de verdad sucedieron, o al menos que no inventé yo, que de algún modo existían fuera de mí. Las caminatas que yo daba buscando lugares de la novela se transformaban en las de mi protagonista recorriendo Madrid. En esta “Peluquería Moderna” en la esquina de Príncipe de Vergara y O’Donnell, que lleva abierta un siglo, se cortaba el pelo y se hacía afeitar mi protagonista, a primera hora de la mañana, antes de reunirse con su amante en un chalet con jardín que era una casa de citas.

Pero pronto me olvido de la literatura. Cuando se camina mucho rato los pensamientos cambian tan rápido como las calles. Adelanto a dos señoras muy mayores que van andando muy despacio y una le está diciendo a la otra: “Mil trescientos euros de pensión cobra, nada menos, ahí donde la ves. Mil trescientos, todos los meses. Así cualquiera vive…” En Alcalá ya hay mucho tráfico y no queda nada del sosiego de agosto. Los turistas guardan turno para hacerse fotos delante de la puerta de Alcalá, con sus picotazos de metralla de la guerra. Paseo un rato por los senderos umbrosos del Retiro y bebo en una fuente con caño dorado de metal un agua muy fresca que me devuelve el brío necesario para la caminata de vuelta.