He olvidado bibliotecas enteras, novelas memorables de las que ya no recuerdo el título, obras maestras que me conmovieron y en las que viví sumergido durante semanas y de las que ahora me queda si acaso el recuerdo vago de una situación o el nombre de un personaje; he olvidado la mayor parte de la historia del cine, las películas innumerables de serie B que me gustaron tanto en mis años de más cinefilia, las que me dieron horas inolvidables en la oscuridad de la sala, las que encontré por casualidad en la televisión, casi todas las que alquilé con aquella sensación de disponibilidad y abundancia que no dio de pronto la llegada del vídeo; he olvidado las voces de muertos a los que quise mucho; he olvidado números de teléfono que en otra época estuvieron como tatuados en mi memoria y marcé docenas de veces con una mezcla de incertidumbre y expectación; he olvidado las caras de las mujeres que respondían o no respondían a esas llamadas; he olvidado una gran parte de los poemas que he leído en mi vida, y casi todos los que llegué a saberme de memoria; he olvidado casi todo el idioma francés, todo el latín todo el griego que aprendí en el Instituto; he olvidado los nombres de mis compañeros de colegio, de instituto, de universidad, de mis primeros trabajos; he olvidado días de felicidad y días de dolor; se me han borrado por completo ciudades en las que pasé varios días y todas las personas que conocí en ellas, y con las que dí paseos y compartí comidas y conversaciones; he olvidado ya casi todo lo que hice la semana pasada; he olvidado promesas hechas y promesas recibidas, ilusiones y desengaños, proyectos de libros que me importaron mucho y que se quedaron en borradores que perdí, en diskettes extraviados de ordenadores obsoletos. He olvidado lo que soñé esta noche pasada y, con la excepción de cuatro o cinco, todos los sueños que recordé al despertar cada una de las mañanas de mi vida.
Y sin embargo me acuerdo de la letra completa, palabra por palabra, y también de la música, de la canción “Mamma, Mamma”, de un niño prodigio de Luxemburgo que se llamaba Jean-Jacques, y que quedó finalista o ganó el festival de Eurovisión hace más de cuarenta años. Irrumpió de pronto en mi memoria esta mañana, sin ningún motivo, y ya no ha dejado de sonar en ella a lo largo del día, como si un disc jockey demente la pinchara una y otra vez y la radiara exclusivamente para mí desde el pasado lejano.