Nocturno

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Me despierta el calor en la oscuridad y me doy cuenta de que no voy a dormirme. Es ese despertar en el que uno no tiene la menor idea de la hora, como los de las noches de jetlag. Lo mismo pueden ser las tres que las seis de la madrugada. Salgo con sigilo de la habitación en la que estaban las cortinas echadas y en el rellano me sorprende la claridad de la luna llena que inunda la casa. Por la ventana del jardín se ve la luna sobre los árboles y los tejados, perfilando las sombras nítidas de las cosas: una hamaca, una rama de bambú, las hojas anchas de la higuera. Nada se mueve en la noche calurosa, que no parece de finales de agosto.

Me he levantado para distraer el insomnio leyendo pero me da pereza que se disipe esta claridad fantasma: en el suelo del salón están nítidamente marcadas las rayas de la persiana. Me acuerdo de Chaplin en esa escena de Monsieur Verdoux en la que el melancólico asesino de viudas se detiene junto a una ventana a mirar la luna llena, antes de entrar en el dormitorio donde va a cometer un nuevo crimen. Por los tejados del vecindario viene el maullido largo de un gato. Un gato no paraba de maullar en el piso donde vivía solo ese hombre que mató el otro día a una mujer en una discusión de tráfico. El periódico ha seguido publicando detalles, como éste del gato. Durante tres días, hasta que llegó la policía judicial, la casa permaneció cerrada, y el gato maullaba de día y de noche. También estuvo encendida a todo volumen la televisión. Este hombre no la apagaba nunca. Si algún vecino le protestaba él repetía una amenaza a la que nadie daba mucho crédito: “Ten cuidado a ver si te voy a pegar cuatro tiros”.

Divagaciones del insomnio. Buscando algo que leer, cada vez más despabilado, encuentro el Diario íntimo de Kierkegaard, un escritor que a veces me gusta mucho y otras se me vuelve árido y hasta incomprensible, supongo que porque no estoy muy dotado para el pensamiento abstracto. En ese diario hay grandes oscuridades teológicas y filosóficas interrumpidas por chispazos de poesía, y hasta de humor. Yo lo empiezo siempre con buena voluntad y acabo saltándome casi todo. Una anotación aislada relumbra como una pepita de oro, en esta noche de luna llena y de insomnio: “La Luna es la conciencia de la Tierra”.

Quién sostendrá la atención requerida para leer a Kierkegaard oyendo el maullido del gato, al que se une el zumbar de un mosquito. De la teología al sainete: a las cinco de la mañana me veo subido por el sofá, en calzoncillos, afligido por las picaduras y la falta de sueño, persiguiendo a ese mosquito vampírico con un periódico doblado en la mano.

Acabo viendo, a las tantas, Belle de Jour , en uno de esos canales para insomnes. Cuánta de la mejor poesía del cine está en las películas de Buñuel. El marido de Catherine Deneuve está conversando con Michel Piccoli junto a una hoguera, en un paisaje invernal  de dehesas como de Extremadura o Salamanca por el que cruza una gran manada de toros, con un rumor de cascabeles y cencerros que es uno de los motivos sonoros de la película. “¿Los toros tienen nombres, como los gatos?”, pregunta el marido; y Michel Piccoli, que hace un papel  de tentador diabólico, le contesta con naturalidad, hasta sonriendo: “Casi todos se llaman Remordimiento, salvo este último, que se llama Expiación”.


Catherine Deneuve espera a alguien en una terraza  y en una mesa algo alejada se ve a Luis Buñuel, envuelto en un gran abrigo, calvo y fornido, tomándose un café. Es como haber ido por una calle de París y haberse llevado la sorpresa de reconocerlo desde lejos, y conservar ese recuerdo.