Llama Elena desde Granada, recién vuelta de Italia, y tiene en la voz el mismo entusiasmo que se le notaba en las cartas, la alegría del descubrimiento y el aprendizaje. Ha pasado tres semanas en Pisa, haciendo un curso intensivo de italiano, y como desde Pisa a Granada no había vuelos y sí desde Bolonia se fue a Bolonia a pasar su último fin de semana, con esa desenvoltura de la gente muy joven que indaga en internet los pasajes de avión más baratos y las gangas en los hoteles. En su carrera de Traducción tiene como lenguas principales el inglés y el italiano. Me imagino que en Pisa, sumergida en las clases, en la ciudad y en la lengua, ha dado ese salto que lo adentra a uno de verdad en un idioma hasta entonces aprendido como desde fuera, ha sentido esa aceleración del aprendizaje en la que parece que los oídos se abren y que las palabras, en algún momento, brotan de los labios sin que uno se haya parado a elegirlas.
Me habla de los torreones medievales y de los palacios de fachadas rojizas de Bolonia; de la felicidad de tomarse una pasta con ragú en una trattoria y ir paseando y descubrir una heladería y tomarse en ella un helado como de arroz con leche que le parecía el más rico del mundo, el mejor helado de su vida. Italia, la pasta y los helados son aficiones que compartimos. Tiene la sensación de haber pasado en Italia mucho tiempo y también de que esas tres semanas se le han ido muy rápido. Hace unos años fue a Roma y yo le pedí que visitara de mi parte la iglesia de San Luis de los Franceses y mirara muy atentamente La vocación de San Mateo , de Caravaggio, que es una de las pinturas que más me gustan en el mundo. Yo no la había visto todavía, porque en cada viaje a Roma o estaba demasiado atareado o la iglesia estaba cerrada. Elena vio la pintura y nos mandó a Nueva York una postal que sigo teniendo clavada en la pared sobre mi escritorio. De lo que trata es del misterio de la vocación: de cómo inesperadamente, sin aviso, en apariencia sin motivo, una persona encuentra la forma que a partir de entonces tendrá su destino. Cada uno es elegido para algo, sin que intervenga mucho, o no tanto como se imagina, la voluntad consciente, el propósito. Se abre una puerta que hace entrar la claridad del día desde la calle y la vida ya ha cambiado.
Me dan una envidia retrospectiva estos viajes que ahora hace la gente joven con mucha más facilidad que nosotros, con una desenvoltura que nosotros no sabíamos imaginar. En tres semanas escasas Elena va a cumplir 21 años y ya ha viajado por Europa aprovechando beces y erasmus, ha estudiado inglés en Inglaterra e italiano en Italia, ha aprendido a conversar y a convivir con gente tan diversa que no le ha costado mucho adquirir una idea anchurosa del mundo, la naturalidad de una ciudadanía práctica europea que hace sólo una generación tenía mucho de quimérica. Ya sé que todo es muy frágil y que el porvenir es siempre incierto; que el modelo social europeo está muy amenazado y tal vez no sea viable a la larga, en un mundo de competición capitalista cada vez más encarnizada; que el estudio no le garantizará neceeariamente a Elena un buen trabajo cuando salga a un mercado laboral endurecido por la crisis. Pero no quiero dejar de ver aquello que está bien, lo que es mejor que en otro tiempo y se da por supuesto y no se sabe defender.
Ahora, regresada a la realidad, tendrá que encerrarse a estudiar para alguno de esos exámenes medievales de las universidades españolas, pero ya se ha traido consigo la música del idioma italiano, tan ligera y tan grata como la textura del helado que se tomó una noche en Bolonia.