El día antes de matar a Trotsky Ramón Mercader ya había estado a solas con él en su estudio, vestido con el mismo traje, con el mismo sombrero, llevando bajo el brazo una gabardina, aunque era agosto y hacía mucho calor. Mercader se hacía llamar Frank Jacson, y decía ser un hombre de negocios canadiense educado en Francia. En París había conocido a Sylvia Ageloff, una militante trotskista gracias a la cual tuvo acceso a la casa fortificada en las afueras de México D.F. donde vivía el antiguo líder bolchevique. Ese día de agosto llegó a ella explicando que quería pedir consejo a Trotsky sobre un artículo que había escrito. Los vigilantes, la mujer de Trotsky, se fijaron en la gabardina incongruente, y alguien llegó a preguntarle que por qué la llevaba en aquel día de calor. Era posible que cambiara el tiempo, dijo Mercader, que se pusiera a llover de pronto.
El primer día entró con Trotsky en el estudio y los dos se quedaron a solas. En una pared había un autorretrato de Frida Kahlo con una dedicatoria cariñosa. Trotsky notó algo raro, algo irritante que luego confió a su mujer, cuando se fue el visitante: Jacson no se había quitado el sombrero dentro del estudio, ni había dejado la gabardina, y además se había sentado sobre la mesa, un gesto de mala educación más grave todavía que el de conservar puesto el sombrero. Su artículo era tosco, mal escrito. Trostski se inclinaba leyendo sobre las cuartillas y Mercader, sentado en el filo de la mesa, estaba más alto que él, vería muy cerca su cabeza blanca. Estaba muy pálido, con la piel casi verdosa, con una barba de varios días que contrastaba con su traje y sus zapatos elegantes, con el automóvil tan moderno que conducía.
Todos estos detalles los encuentro en el libro de Bertrand Patenaude que compré la semana pasada, y que he devorado en unos días, The Exile and Murder of Leon Trotsky. Quién podría inventar una trama tan subyugadora. Dejo el libro y queda esa imagen: los dos hombres solos en el estudio, el viejo y el más joven, la gabardina bajo el brazo, la mano oculta que sujetará algo que alguien habría podido descubrir con sólo acercarse y levantar la tela, la voluntad paralizada, o sólo indecisa. Cómo latería el corazón en el pecho de Ramón Mercader, cómo sudarían las palmas de sus manos, su cuerpo entero bajo el tejido ligero del traje de verano.
Volvió al día siguiente y la escena se repitió idéntica. Cuando Mercader llegó Trotsky estaba en el patio dando de comer a los conejos. Volvió con la misma palidez y todavía sin afeitar y con la gabardina bajo el brazo, con las hojas mecanografiadas del artículo al que había hecho los cambios sugeridos la tarde antes por Trotsky. “No tiene usted buen aspecto”, le dijo Trotsky a Mercader, con algo de reprobación paternal. Los vieron desde arriba los hombres armados con fusiles que montaban guardia en los tejados. Natalia, la mujer de Trotsky, vio de nuevo al visitante con un desagrado instintivo. Entraron los dos en el estudio y al cabo de unos segundos salió de allí una especie de bramido que estremeció el silencio de la hora de la siesta, mitad grito, dijo un testigo, mitad sollozo, un bramido que no terminaba. Mercader había levantado el pico de escalador que disimulaba bajo la gabardina doblada y se lo había clavado a Trotsky en el cráneo. Volvió a levantarlo mientras Trotsky caía pero el viejo se levantó del suelo mirándolo fijamente con los ojos muy claros, el pelo blanco y la cara empapados en sangre. Levantó el piolet de nuevo y Trotsky se lanzó contra él y ya no pudo volver a golpearlo. Dijo que durante el resto de su vida siguió escuchando ese grito de Trotsky en el momento en que la punta del piolet le taladraba la cabeza.
Pasó veinte años en una cárcel de México, sin declarar su verdadero nombre. Dirigía el taller de reparación de aparatos de radio y recibía visitas de gente conocida y más bien improbable: Pablo Neruda, Sara Montiel. Cuando lo soltaron de la cárcel viajó a la Unión Soviética y fue condecorado en secreto como un héroe. Murió de cáncer en La Habana, en 1978. Parece que había querido volver a España después de la muerte de Franco y que Santiago Carrillo no se lo permitió. Intrigado por el asunto he comprado una novela de Leonardo Padura que trata de Trotsky y de Ramón Mercader, “El hombre que amaba los perros”.