¿Cómo era la vida de ese hombre se setenta y siete años que mató ayer a tiros a una mujer en una discusión de tráfico, y disparó también contra el marido, y contra el conserje de un edificio que lo estaba viendo todo y le gritó algo? El periódico sólo publica su edad y las iniciales de su nombre. Por un roce de nada ha estallado una crueldad homicida, en unos minutos una vida ha sido aniquilada y otra trastornada para siempre, por un azar de nada. El que disparó no llevaba la pistola consigo: dicen que se fue hacia su coche, que volvió con ella en la mano, dispuesto a matar, un hombre de apariencia normal en una calle cualquiera una tarde de agosto, que disparó contra la mujer y luego salió corriendo detrás del marido y disparándole y volvió a donde la mujer estaba caída y agonizando y la remató de un tiro en la cabeza. ¿Y se irá a su casa tranquilamente, porque tiene más de setenta años?
No he conducido mucho, pero he sentido muchas veces esa violencia, esa tensión terrible del conductor que te mira con cara de odio y te grita algo, por nada, porque no has arrancado a tiempo al ponerse verde un semáforo y has provocado su impaciencia, o porque te has detenido justo cuando empezaba la luz roja y él venía detrás. Y lo he visto también muchas veces en mis caminatas, cuando estás cruzando con la luz verde para los peatones y ellos quieren pasar porque la tienen en ámbar, y aceleran y rugen, y si les haces una señal de protesta se encaran contigo y te amenazan. Hombres siempre, la terrible ira masculina y española, la cólera del español sentado, que decía Lope, aunque él se refería al español sentado en un teatro, no en el asiento de un coche.
O en una moto. Iba hace un par de meses por la calle Príncipe de Vergara, uno de los días caóticos de la huelga del metro, y vi cómo un individuo en una moto muy potente estaba a punto de atropellar a un pobre hombre de unos ochenta años que había bajado a la calzada porque la acera estaba interrumpida por la valla de una obra. Era una de esas motos de marca, de un tamaño obsceno, como de exhibición de poderío violento masculino, y el conductor llevaba traje y corbata. Traje y corbata, y la cara enmascarada por el casco. Rugía como amenazando con arrollar al hombre aturdido y paralizado por el miedo y le gritaba: “¿Quieres que te atropelle, imbécil? ¿Quieres llamar a la policía? Pues llámala porque yo soy policía. ¿Te enteras? Policía. A ver si tienes cojones a denunciarme”. Aceleró y se fue, aunque se volvía como para seguir amenazando. El viejo pareció más perdido en la ciudad tan hostil y en la fragilidad de sus años, en aquel día espantoso de calor y de tráfico.
No creo que haya nada que me dé más asco que la violencia física, la chulería física, la grosera interjección española, la exhibición brutal de hombría. No del todo por sentido de la justicia, sino por puro miedo.
Pero me alegran la noche unas fotografías asombrosas de Rusia a principios del siglo XX que Elvira acaba de enviarme. Cómo era aquel mundo antes de lo que no tendría que haber sido inevitable: la guerra, las mortandades terribles de la revolución. A ella, inevitablemente, le recuerdan a Chejov, a quien la muerte le ahorró todo el espanto que vendría muy pronto. Hoy ha escrito en Babelia un artículo muy chejoviano sobre su héroe literario y humano más querido, aparte de Galdós: Por qué queremos a Chéjov.