Escuela de Sabiduría

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Gustándome tanto los libros, no siento hacia ellos eso que se llama fetichismo. No me importa regalar alguno al que le tengo mucho cariño, a no ser que lo haya recibido como un regalo, o que me lo haya dedicado un amigo o alguien a quien admiro. Tengo amigos que aseguran no saber desprenderse de ellos, aunque les ocupen toda la casa, aunque se les hayan multiplicado tan abusivamente que ya no les sea fácil o posible encontrar alguno que les hace falta. Me defiendo como puedo de los libros invasores, los que te manda la institución que los ha publicado y luego no sabe librarse de ellos, volúmenes lujosos que no le importan a nadie y que sólo sirven para talar árboles y lanzar a la atmósfera el monóxido de carbono de las motos de los mensajeros que los reparten.

Tampoco quiero que me manden novedades los editores. No soy un periódico. Me gusta comprar los libros, elegirlos yo mismo, o si acaso recibir alguno que me ha despertado una curiosidad particular. Me acuerdo siempre de ese terrible dictamen del evangelio: “Al que tiene le será añadido; al que no tiene le será negado”. Cuando no tenía dinero para comprar libros no había nadie que me los regalara. Cuando puedo comprarlos se empeñan en regalármelos a mí cuando hay tantas personas a las que les hacen más falta y que los agradecerían. Me molesta cada vez más el despilfarro insensato de papel, de tinta, de dinero, de espacio. En Nueva York sonó una mañana el timbre a las ocho de la mañana sobresaltándonos el corazón y era un mensajero que traía dos entregas internacionales urgentes, dos por falta de una. Eran dos ejemplares de un libro sobre la moda de Madrid editados, supongo que a un precio exorbitante, por la comunidad de Madrid. ¿Cuánto habría costado ese capricho idiota de alguien? ¿En qué habría dejado de invertirse el dinero público que se tiraba en editar ese libro lujoso e inútil, y en enviarlo -¡por mensajería urgente!- a cualquiera sabe cuántas personas que podían estar a miles de kilómetros y que no tenían el menor interés en él?

Pero tengo unos cuantos que forman parte de mi vida. Un Quijote que me regalaron para Reyes Antonio, Arturo y Elena cuando eran todavía muy niños, imaginando que aquel libro tan voluminoso y de título tan importante no podía dejar de gustarme. Una Invención de Morel que encontró Miguel la semana pasada en un puesto de libros viejos en Santander, y que es la misma edición de Alianza que yo compré y leí tan fervorosamente hace treinta y tantos años. El Bleak House de Dickens que me trajo un día a la Academia mi inolvidable amigo don Emilio Lorenzo, muy poco antes de morir. La biografía de Faulkner de Joseph Blotner que perteneció a Onetti: el primer volumen me lo prestó él, para que cuando lo hubiera terminado volviera a llevarme el segundo. No volví, en gran parte por timidez, y porque Onetti murió, y después de su muerte el segundo volumen me lo regaló su esposa, Dolly. Un Juan de Mairena de 1936 que me regaló Elvira el invierno pasado para mi cumpleaños, un día de gran nevada en Madrid, en víspera de viajar a las grandes nevadas de Nueva York. Es una edición muy austera, de Espasa Calpe, con el título en tinta roja sobre el papel recio, con una tipografía clara y elegante, con esos márgenes en los que parece que respiran las palabras, y que los editores ya nunca dejan.

Lo tengo sobre la mesa, siempre a mano, y de vez en cuando me gusta abrirlo para ver lo que encuentro. Machado nunca defrauda. Hoy he abierto el libro y he encontrado este apunte sobre la Escuela Superior de Sabiduría Pupular que planeaba Mairena:

“Nosotros no hemos de incurrir nunca en el error de tomarnos demasiado en serio. Porque, ¿con qué derecho someteríamos nosotros lo humano y lo divino a la más aguda crítica, si al mismo tiempo declarásemos intangible nuestra personalidad de hombrecitos docentes? Que nadie entre en nuestra escuela que no se atreva a despreciar en sí mismo tantas cosas cuantas desprecia en su vecino, o que sea incapaz de proyectar su propia personalidad en la pantalla del ridículo. Toda mezquina abogacía de sí mismo queda prohibida en nuestra escuela. Porque la zona más rica de nuestras almas, desde luego la más extensa, es aquella que suele estar vedada al conocimiento por nuestro amor propio.”