Sobresalto de las llaves

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De las llaves, y de la cartera, del móvil español, del blackberry americano. A punto de salir a la calle empieza la recapitulación, y luego la búsqueda, muy pronto angustiada, el arrepentimiento por tanto despiste, el reproche secreto y amargo, el propósito de enmienda. A partir de ahora cambiaré de vida y lo dejaré todo siempre en el mismo sitio y ya no habrá más angustia inútil. Unas veces el sobresalto es el de la pérdida de una sola cosa, y otras la catástrofe: todo se ha perdido, en alguno de esos agujeros negros de la geografía doméstica, en el sumidero al que van a dar todas las cosas mínimas que no se recuperan nunca. No encuentro las llaves y es como si no encontrara un elemento fundamental de mi vida. No encuentro las llaves y de pronto se me ha echado la hora encima y se me hace tarde para una cita, porque igual que he perdido las llaves o la cartera o el móvil he perdido esos minutos capitales que marcan la diferencia entre llegar a tiempo y llegar tarde, entre salir tranquilamente para tomar el metro o hacer el camino a pie y verse despavorido en una esquina buscando un taxi que no aparece.

La calamidad de la pérdida siempre está al acecho. Hay una primera búsqueda, en los lugares usuales y más previsibles, y cuando esta búsqueda no da resultado cualquier recoveco y cualquier cajón y cualquier estante perdido se agregan a la geografía de la desparición. Parece que las cosas se esconden tan vilmente como esas cucarachas que buscan refugio bajo el borde inferior del frigorífico o en el respiradero del baño cuando se enciende la luz.

Llamar al móvil para desenmascarar su escondite es una astucia que debió de ser muy brillante la primera vez que se le ocurrió a alguien. Marcar el número de uno mismo como queriendo atraparlo por sorpresa. Debería haber un modo de llamar a las llaves, de reclamar la cartera, algún tipo de pitido o de señal magnética. En los viajes, en el suplicio de los sistemas de control de los aeropuertos, uno está a punto de perderlo todo a cada momento, el pasaporte, la tarjeta de embarque, la green card americana, el cinturón, las llaves, la cartera. Viniendo de Santander pasamos el control Miguel y yo cuando ya nos dirigíamos aliviados a la sala de embarque le dije, con suficiencia de viajero práctico, “vamos a comprobar otra vez que no nos olvidamos nada”. Nos olvidábamos, en las bandejas del escáner de los equipajes: mi ordenador, la cartera con mis documentos y mis tarjetas de crédito, los dos móviles, la mochila de Miguel, mi reloj de pulsura. Las personas despistadas nos alegramos mezquinamente de los despistes de otros: a Elvira le dio gran satisfacción que Miguel y yo nos hubiéramos olvidado de todo, salvo nuestras tarjetas de embarque, y mi cinturón, porque eso le hizo sentirse a ella menos olvidadiza, le dio seguridad en sí misma. Las personas despistadas tenemos mentalidades animistas que intuyen intenciones malévolas en esas cosas menudas que se nos están perdiendo siempre. Borges, que en su ceguera gradual tendría más miedo todavía de perder las cosas y no poder encontrarlas en esa niebla amarillenta en la que se fue sumergiendo, les dedicó este soneto:

LAS COSAS

El bastón, las monedas, el llavero,

la dócil cerradura, las tardías

notas que no leerán los pocos días

que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada

violeta, monumento de una tarde

sin duda inolvidable y ya olvidada,

el roto espejo occidental en que arde

una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,

limas, umbrales, atlas, copas, clavos,

nos sirven como tácitos esclavos,

ciegas y extrañamente sigilosas!

Durarán más allá de nuestro olvido;

no sabrán nunca que nos hemos ido.