Iba en un taxi por Manhattan hace unos meses y el conductor llevaba puesta la radio pública, lo cual siempre es un buen indicio de civilización. Tenía rasgos muy morenos y un acento muy fuerte. Me pareció que sería de Pakistán o Bangladesh. Muchos taxistas y casi todos los kiosqueros de Nueva York vienen de esos dos países. En la radio dieron la noticia de un ataque con bombas de islamistas radicales en una mezquita de Pakistán. El taxista movía la cabeza con pesadumbre y desaliento. Varios cientos de personas habían muerto al salir de la oración del viernes. “Yo nací en ese país”, me dijo, “pero llevo veinte años en Nueva York y soy americano. Musulmán americano. Es mucho más fácil ser musulmán en los Estados Unidos que en Pakistán.”
Me pregunto si mi taxista de aquel día ha escuchado en la radio el discurso del alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, sobre el derecho de los musulmanes a levantar una mezquita y un centro comunitario en el bajo Manhattan, cerca de donde estuvieron las Torres Gemelas. Nueva York es una ciudad de emigrantes, dice Bloomberg, y lo ha sido desde su fundación en el siglo XVII. Su fuerza reside en su capacidad de acoger y de garantizar a cada uno el ejercicio de sus iniciativas y de sus libertades dentro del marco de la ley: no hay motivo para prohibirle a nadie que practique su religión ni autoridad que pueda legítimamente negar ese derecho. Así de claro, y así de rotundo. Estamos acostumbrados a que los políticos sólo digan vaciedades, pero en este discurso de Bloomberg no hay ni una palabra que no tenga un preciso sentido democrático. Nada de misticismos ni de vaguedades multiculturales. Una sociedad democrática no puede defenderse menoscabando los principios en virtud de los cuales fue atacada por sus enemigos.
Con la misma claridad, y con mayor valentía política, se ha pronunciado el presidente Obama, sabiendo muy bien el precio que pueden costarle sus palabras en defensa de la libertad de cultos y la igualdad ante la ley. Como ciudadano intermitente de Nueva York, me siento confortado en mis convicciones civiles. No siempre la política ha de ser nadar a favor de la corriente y halagar los prejuicios de los electores.