Madrid pastoral

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Caminando enérgicamente esta mañana por un Madrid pastoral de avenidas sin tráfico y brisa fresca en las copas de los árboles me acordaba de una cita de Borges que me gusta mucho: En aquel tiempo buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora busco las mañanas, el centro y la serenidad”. La usé en un artículo para Diario de Granada que después incluí en mi primer libro: una crónica de mis paseos matinales por las calles de Granada cercanas al ayuntamiento, donde yo trabajaba entonces como auxiliar administrativo. Entre los privilegios de los jefes estaba el de veranear en agosto, de modo que los subordinados tomábamos las vacaciones en julio y en agosto nos quedábamos  plácidamente al cargo de las oficinas, sin jefes administrativos ni concejales al acecho, y sin mucho que hacer.

Era una delicia, una casi vacación añadida que nuestros superiores nos regalaban sin saberlo. En la plaza de Bibrrambla, donde me iba a tomar un café y a comprar el periódico en la media hora del desayuno,  los tilos enormes daban una sombra perfumada y fragante  y en sus copas había un alboroto de pájaros. Por encima de los árboles y los tejados sobresalía el campanario cúbico de la catedral y la torre contigua de la capilla del Rosario, coronada por un ángel de bronce que sostiene una espada. Las golondrinas se lanzaban en complicadas acrobacias de pilotos suicidas. En todas las esquinas pregonaban su mercancía gitanas vendedoras de higos chumbos. Los tenían en cubos llenos de agua fresca y cuando les pedías uno lo pelaban en un instante con unos cortes de navaja certeros que dejaban limpia la pulpa suculenta.

Desde entonces tengo una debilidad por las mañanas de agosto en las ciudades abandonadas por los veraneantes. Hoy echo a andar y hay tan poco tráfico que ni siquiera tengo que interrumpir el ritmo de la caminata deteniéndome en los semáforos en rojo. En unos cuarenta minutos cubro los cuatro kilómetros que según el itinerario recomendado por Googgle Maps me separan de la plaza de Alonso Martínez. Las aceras de la calle Almagro son más amplias que nunca. Desde la altura del puente de Juan Bravo la Castellana se parece al paseo anchuroso, solemne y arbolado que debió de ser antes de convertirse en una autopista. Hasta los rumanos limpiadores de parabrisas descansan a la sombra en los cruces de las calles sin coches. Según me acerco a mi destino, la librería Pasajes, empiezo a temer que la encontraré cerrada. ¿Quién va a querer comprar libros a las once de la mañana un sábado de agosto?

Pero la encuentro abierta, por fortuna. Venía con el propósito de llevarme algo de Sándor Marai, preferiblemente los tomos de diarios anteriores al que he leído en Santander. Pero una buena librería es ese sitio en el que uno encuentra lo que no sabía que estaba buscando. Encuentro una edición compacta y tentadora de La Montaña mágica, que tengo muchas ganas de leer otra vez, porque la leí hace mucho tiempo, muchísimo, cuando estaba en el ejército, y al cabo de tantos años un libro ya no puede ser el mismo, porque no es la misma persona quien vuelve a leerlo. Y obedezco dos tentaciones completamente inesperadas, Más allá del Bien y del Mal y un libro de historia al que no puedo resistirme, a pesar de todas las lecturas que ya tengo por delante, un libro del que no he oído hablar nunca, que me conquista por el tema y por la portada, The Exile and Murder of Leon Trotsky, de Bernard Patenaude, que no sé quién es. Al final, la única presa que se corresponde con mi intención primitiva son las Confesiones de un burgués, de Marai, que recuerdo haber empezado hace tiempo, y que se me debieron de perder en alguna mudanza. Prefiero acercarme de verdad a ellas ahora, cuando he leído con tanta emoción el diario de los años últimos de Sándor Marai.

Se me ha hecho tarde y vuelvo a casa en el metro, con mi bolsa de libros, indeciso sobre cuál elegir para los minutos del viaje.