Frutas y verduras

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En las primeras horas de la mañana parecía que el tiempo nublado y fresco hubiera venido con nosotros de Santander a Madrid. El regreso tiene una rotundidad atenuada por la quietud particular de agosto que reina en las calles del barrio, más deshabitadas aún a esta hora temprana. Carteles de cerrado por vacaciones en muchos negocios: bares de desayunos y raciones, tiendas modestas, algunas clausuradas para siempre en los últimos meses, locales desalojados con un cartel de se alquila en el escaparate sucio, todavía con el rótulo de la empresa quebrada. Está bien haber vuelto cuando todavía queda mes de agosto por delante y es posible y lícito prolongar la sensación de holganza, no llegar y sumergirse de golpe en la prisa de septiembre. Queda en el barrio el grado exacto de actividad como para que no sean opresivas las calles vacías y demasiado silenciosas, ese Madrid fantasma de los meses de agosto de hace por lo menos veinte años, aquellos domingos en los que no se encontraba una farmacia o un kiosco abiertos.

Después de doce días de hotel se recuperan con una mezcla de pereza y novedad los hábitos domésticos: la casi eucaristía laica de preparar el desayuno, el paseo hasta el kiosco y el mercado. El periódico lo compra uno por militancia y por fidelidad a una costumbre demasiado arraigada como para desprenderse de ella de la noche a la mañana. Es el único hábito diario, si me paro a pensarlo, que me ha durado más que el de fumar: fumé durante veinte años, y llevo casi cuarenta comprando un periódico todos los días, la vida entera, desde que  tenía catorce o quince años y vivía poseído en secreto por una vocación de periodista que me duró hasta que ingresé en la pomposamente bautizada “Facultad de Ciencias de la Información”, a las pocas semanas del asesinato de Carrero Blanco. Historia antigua. Ahora el periódico, y más en agosto, se le deshace a uno visiblemente entre las manos, como un vaticinio de su desvanecimiento futuro. Cuando estoy en Nueva York el ritual es distinto, y la lectura más duradera. Abro la puerta al levantarme y el New York Times está en el rellano. Mi amigo el profesor Ángel Loureiro, que madruga mucho más que yo, dice que leer el New York Times con el desayuno, en el silencio de un poco antes del amanecer, es uno de los grandes placeres de la vida.

Habrá placeres veniales, como los hay capitales: o vicios sin castigo, como decía Valéry Larbaud de la lectura. Otro gran placer venial, otro vicio benévolo,  es el de ir al mercado. El de mi barrio sobrevive dignamente, aunque no sin dificultad, a la competencia de las grandes cadenas que han ido abriendo en las cercanías. También al mercado acabo uno yendo por gusto y por militancia. Hay una buena carnicería, un zapatero remendón, una pescadería espectacular, un gran puesto de verduras y frutas muy bien atendido que siempre me hace acordarme de mi padre. Murió cuando acabábamos de mudarnos a este barrio. No pudo conocer este mercado en el que habría disfrutado tanto, él que pasó toda su vida adulta vendiendo verduras y hortalizas en el mercado de abastos de Úbeda, y que lo primero que hacía al llegar a Madrid o a cualquier otra ciudad era levantarse con la primera luz del día para explorar los mercados.

Qué maravilla de sentido estético popular, la disposición de los montones de frutas y de verduras, los haces de acelgas de tallos tan blancos y de ese verde tan tierno, los melocotones, los pimientos rojos, la batería de las berengenas púrpura, la pirámide de los melones, la de las coliflores como arrecifes de coral, los tomates relucientes, con ese olor de las hojas que se queda tan fácilmente en los dedos y que es uno de los olores del verano, como el de las hojas de las higueras. Haría falta el talento enumerativo de Whitman o el de Pablo Neruda en las Odas elementales:

…Y sobre

la mesa, en la cintura

del verano,

el tomate,

astro de la tierra,

estrella

repetida

y  fecunda,

nos muestra

sus circunvoluciones,

sus canales,

la insigne plenitud

y la abundancia

sin hueso,

sin coraza ,

sin escamas ni espinas,

nos entrega

el regalo

de su color fogoso

y la totalidad de su frescura.