Qué obscena nos parece de pronto la ficción separada de la ficción, cuando la encontramos fuera de los ámbitos bien delimitados a los que pertenece: cuando vemos a un actor que actúa y no está en un escenario o en un rodaje, cuando alguien exagera un sentimiento. La obscenidad es más ofensiva si esa ficción invade zonas tan sagradas como las del dolor, más todavía mezclándolas con el mundo tontaina de la publicidad: esos anuncios de la Dirección General de Tráfico en los que alguien finge estar recibiendo la llamada en la que le comunican que una persona querida ha sufrido un accidente. O esos otros en los que actrices famosas salen con cara de luto y maquillaje de mujeres maltratadas. O esa gente que se disfraza de algo y se tira al suelo manchada con pintura roja en una manifestación contra la guerra o contra los toros o o lo que sea. O esos vídeos en los que actores y gente conocida mira a la cámara con gesto de drama y recita en primera persona la historia de un fusilado republicano en la guerra, sin que falte un fondo de disparos bien imitado en un laboratorio de sonido.
Algo muy íntimo se nos revuelve por dentro, algo muy instintivo, como si nos hiriera el chirrido de una nota falsa. El único lugar de la ficción es la ficción misma. Cuando el dolor se representa fuera de ella siempre hay una parte de impostura, una usurpación.