Vinieron Miguel y Arturo a pasar con nosotros los últimos días en Santander. Habríamos querido repetir los veraneos en familia que se prolongaron durante muchos años, y que se interrumpieron de pronto, como ocurren esas cosas, en ese momento en que los hijos de pronto se han hecho adultos y ya tienen sus propias vidas. En 2004 fuimos todos a Mallorca, a un hotel en el puerto de Pollença, igual que los veranos anteriores habíamos ido a sitios semejantes, y parecía que ése era un veraneo más en el que estábamos juntos, y de pronto fue el último, no por nada, sino porque ya cada cual tenía sus planes. Esta es una sorpresa que los padres se llevan siempre: el cambio repentino, la casa que de la noche a la mañana se ha vuelto más grande, los viajes a solas.
Aquel último veraneo fue como un paroxismo familiar: no sólo estábamos nosotros seis, sino además nuestra sobrina Patricia, y mi madre. Llegábamos a los restaurantes del paseo de Pollença y nunca había sitio suficiente para todos. En el hotel yo creo que la gente nos miraba, como un ejemplo pintoresco de familia española, entre Berlanga y el neorrealismo italiano. De familia complicada y aconfesional, por otra parte, porque ahora parece que los únicos que albergan sólidos sentimientos y valores familiares son los católicos rancios a los que están movilizando cada vez con más ahínco la derecha ultra y el Vaticano.
Tenemos sólo a Arturo y Miguel, y por unos pocos días, pero algo es algo. Arturo cumplirá veinticuatro años en diciembre. Miguel cumplió veinticinco en mayo. Arturo hizo Filología inglesa y quiere especializarse en traducción. Miguel estudió Historia y diseño gráfico. Ahora trabaja en lo suyo y hace portadas de libros y maquetas de revistas. La tipografía de esta página web es responsabilidad suya. Los dos son conscientes del tenebroso panorama laboral de estos tiempos. Practican un humorismo parecido, y tienen un sentido crítico muy acentuado. Me llama la atención que saben ser a la vez firmes y flexibles en sus convicciones, con un instinto democrático que a los de la generación anterior nos costó mucho adquirir. También detectan instintivamente la demagogia juvenilista que abunda tanto en la política y en los periódicos, y que les provoca una reacción entre de ofensa y sarcasmo. Me gusta la admiración que tienen los dos por los ensayos de George Orwell. Si a la edad que tienen ellos la gente de mi generación hubiera leído más a Orwell y algo menos a Harnecker, Poulantzas, Foucault, etc, menos trabajo costaría que hubiera en nuestro país un medio ambiente intelectual y polítco en verdad democrático.
Dimos juntos una gran caminata explorando la península de la Magadela -los acantilados, las veredas en el bosque, las esculturas talladas en los tocones de árboles cortados- y luego fuimos a comer con Elvira a un sitio bullicioso y cordial de Santander, el restaurante la Bombi, que tiene como emblema una bombilla como esas que se iluminan en los tebeos indicando una idea. Qué gusto conversar de todo y de nada, alrededor de una mesa, shooting the breeze, como se dice tan poéticamente en inglés, disparando a la brisa, disfrutando con plena deliberación de la sofisticada sencillez de la cocina popular. Entre aperitivo y aperitivo nos hacemos fotos por parejas, los unos a los otros. En una gran sopera de porcelana blanca nos sirven un potaje estupendo de garbanzos con bonito y cada cucharada es un momento de felicidad: los garbanzos menudos y tiernos, el caldo con su punto exacto de espesor, el bonito tan fresco, tan empapado por el sabor y el aroma del caldo.