Conocí a Maite Pagazaurtundua en los tiempos duros del terrorismo, cuando los chacales con pistola de la patria vasca acababan de matar a su hermano. Elvira y yo íbamos a San Sebastián o a Bilbao a actos organizados por Basta Ya, o colaborábamos en los que ellos organizaban en Madrid, con el propósito de que se escucharan las voces en primera persona de las víctimas y de los perseguidos, más allá de las adscripciones políticas de cada uno. Maite era una mujer brava, inteligente, entera y sobria en su dolor. Una socialista vasca sin ese complejo de inferioridad hacia el nacionalismo que tienen muchas veces los socialistas españoles, en parte por el mimetismo de la moda, en parte por falta de consistencia en las ideas, porque les debe de parecer, a estas alturas, que para ser de izquierdas hay que abrazar o que imitar el nacionalismo. Maite es una socialista del corazón del País Vasco que habla euskera igual que castellano y que tiene unas ideas muy templadas y muy firmes sobre lo que es la justicia.
Me he acordado de nuestras conversaciones de hace años al leer hoy la entrevista con ella que publica ABC. Dice cosas muy bien dichas, pero me llama la atención algo que dice al final, cuando le preguntan si no tiene nostalgia de Hernani, la ciudad donde llevaba viviendo tan confortablemente estos últimos años el acusado de asesinar a su hermano: “Cuesta mucho moverse, pero luego te das cuenta de que se está bien en muchos lugares”. En esa frase veo el resumen, y también el antídoto, de una antigua actitud española de provincianismo que el sistema de las autonomías ha fortalecido hasta el extremo: la idea de que no hace falta irse del sitio donde uno nació, porque en él se vive como en ninguna otra parte. Hace poco me encontré por casualidad, en un restaurante de Madrid, con un altísimo cargo andaluz, y a los cinco minutos ya me estaba diciendo que en ninguna otra parte se disfruta tanto de la vida como en Andalucía. “Pues yo acabo de venir de Bilbao y me ha parecido que allí también se disfruta bastante”, le dije, “y además no tienen el treinta por ciento de paro”. Lo dije bajo el efecto de mi amor antiguo por esa ciudad, reforzado unos días antes por un bonito con tomate memorable en la cafetería Monterrey y una visita al Museo de Bellas Artes, donde las obras que se contienen son más importantes que el edificio, y donde uno se lleva estupendas sorpresas: por ejemplo, un Paul Klee. El altísimo cargo, como es costumbre en el gremio, no escuchó lo que yo decía, y siguió en lo suyo. Alguien que estaba cerca me llevó la contraria, con el adecuado acento andaluz que el Canal Sur ha puesto de moda, y que es un invento tan reciente como el propio Canal Sur: “Poh loh cohones van a vivir en Bilbao mehó que en Andalucía”.
Pues por qué no. La experiencia me dice que se puede vivir muy bien en muchos sitios, con excepción de aquellos donde dominan sin control cierta clase de patriotas. A veces cuesta irse, y a veces no. A veces uno se va porque lo echan, o porque le hacen la vida imposible. A veces uno se va porque le da la gana, porque se lo pide el cuerpo, por gusto, por afición a ver mundo. Yo he sido feliz yéndome de unos cuantos sitios y llegando a muchos otros. Borrón y cuenta nueva. Carretera y manta. Ancha es Castilla. He disfrutado de ciudades a las que iba a regañadientes, de viajes que de antemano hubiera preferido no hacer. Con desgana, hasta con miedo, fui por primera vez a Medellín hace unos años y no he dejado de alegrarme. Conocí el País Vasco porque me llevó allí a la fuerza el ejército español y eso ensanchó mi capacidad de disfrutar de la vida. Como en Medellín no se vive en ninguna parte. O como en Buenos Aires. Como en Conil, como en Arles, como en Santander, como en Bilbao, como en mi barrio de Nueva York, como en mi barrio de Madrid, como en ciertas calles y en ciertos bares de Sevilla, como en Los Angeles. Según y cómo. Allá donde uno pueda ganarse con decencia la vida y donde pueda vivirla libre del miedo y de la necesidad, o donde lo dejen pasar unos días tranquilamente, comiendo bien y dando buenos paseos, charlando con desconocidos a los que en seguida lo une una sensación de fraternidad. Cualquiera sabe qué nuevo lugar memorable descubriré sin previo aviso uno de estos días futuros, venciendo la pereza de viajar, la convicción de que en mi casa y en mi jardín y en mi ciudad estoy mejor que en cualquier otra parte.