Hay muchas diferencias entre el trabajo de los arquitectos y el de los escritores, pero a mí me llaman especialmente la atención dos de ellas. La primera, la escala diversa de nuestras equivocaciones: una novela mala no hace mucho daño, y se olvida muy pronto; un edificio atroz o una plaza mal diseñada pueden ser un tormento para la vida práctica de muchas personas durante muchísimo tiempo. La segunda diferencia es que a un escritor casi nunca deja de alegrarle que se critique a un colega en su presencia, mientras que un arquitecto, si oye a un lego criticar a otro arquitecto, de manera inmediata sale en su defensa, con una mezcla muy curiosa de altanería y condescendencia. Con raras excepciones, los arquitectos piensan que el hecho de que casi todos nosotros nos veamos afectados muy directamente por los trabajos que hacen no nos da derecho a opinar sobre ellos. Si decimos algo negativo, o inconveniente, nos mirarán de inmediato como a penosos retrasados mentales. Igual que padres benévolos, pero firmes, ellos saben mucho mejor que nosotros mismos lo que más nos conviene. Sonríen con fatigada paciencia cada vez que nos quejamos de sus plazas sin árboles pavimentadas de cemento o granito, tan adecuadas para los climas mesetarios y para las fotos de las revistas de arquitectura, de sus bancos públicos sin respaldo, o con respaldo en forma de afilada cuña metálica.
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