Orígenes

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Alrededor de la mesa, en una terraza a la que llega el fresco nocturno de la bahía, la conversación va animándose según avanza la cena. Una vicerrectora de la Menéndez Pelayo, muy simpática, su marido, profesor de Matemáticas, un director de teatro y su compañera, el pintor Eduardo Arroyo, Elvira y yo. Elvira, el director de teatro y Arroyo están dando desde el lunes unos talleres que terminan mañana. Arroyo dice que su taller ha sido muy fácil de preparar, ya que trata de él mismo. El director teatral sonríe con la complacencia que parece propia entre quienes se dedican a ese oficio. Elvira lleva meses empapada en Chejov, leyendo y releyendo cuentos de Chejov, biografías, memorias de gente que le conoció, cuentos de escritores influidos por Chejov. Ayer tarde me leyó en voz alta uno prodigioso de Machado de Assis, uno de los grandes de la literatura brasileña, de quien para mi vergüenza no sé nada. El cuento es un milagro: un hombre recuerda una conversación que tuvo una noche, cuando era muy joven, con una mujer atractiva y mayor que él, la esposa del dueño de la casa donde se alojaba. Como estoy leyendo el libro sobre la iluminación nocturna me fijo en que Machado de Assis hace una referencia, solo una, a la luz que hay en la habitación: un quinqué. El cuento es tan misterioso que ahora, al recordar la lectura en voz alta de Elvira, lo recuerdo como si tratara de algo que me hubiera pasado a mí mismo hace muchos años.

La vicerrectora, una mujer fornida y simpática, resulta ser ingeniero agrónomo, lo cual me inspira confianza. Cuenta algo de su vida: su madre, que fue de muy joven ama de llaves en un hotel de la Gran Vía de Madrid, puso luego una pensión para estudiantes, y más tarde cerró la pensión para ayudar a su marido en un negocio de mercería. El marido nos cuenta que su familia tuvo una ferretería en Benavente. Los dos evocan con emoción los pormenores de aquellos comercios antiguos, la variedad innumerable de las cosas que había en anaqueles y cajones, la destreza de los vendedores para encontrar los artículos más peregrinos, los más ínfimos, una aguja con el ojo más ancho para una señora que tenía que coser e iba perdiendo la vista, la longitud de goma necesaria para hacer unas bragas: una buena dependienta de mercería era capaz de calcular cuánta goma le hacía falta a una mujer echándole una ojeada a la cintura. El profesor de matemáticas recuerda que lo mejor de todo, cuando él era niño, eran los días en que la ferretería se cerraba, una vez al año, para hacer inventario.

Eduardo Arroyo se lanza a una diatriba contra los ecologistas, contra los campesinos, contra el romanticismo de la vida rural, contra el estrellato de los comisarios de exposiciones y de los gurús de la nueva cocina. Como afirmando una declaración de principios ha elegido, de toda la carta, unos huevos fritos con patatas y jamón. El profesor de matemáticas y yo nos sumamos a su elección simple y sabrosa. Las patatas están fritas con una perfección admirable, ligeramente cocidas; cuando la ingeniera agrónoma ve las yemas de los huevos y el modo en que la clara se ha extendido, con sus puntillas bien tostadas, confirma profesionalmente la frescura.

Lanzado ya al whisky, que fortalece su vehemencia polémica, Arroyo nos cuenta otra historia de origen: un coleccionista de arte, multimillonario, dueño con su hermano de la empresa más grande de máquinas tragaperras de España. Arroyo le preguntó de dónde venía su familia, y cuándo y por qué había empezado a aficionarse a la pintura. Sus padres, le dijo el hombre ahora riquísimo, eran emigrantes pobres llegados de Almería a una ciudad dormitorio de Barcelona. Su padre puso una pequeña casa de comidas en un bajo, y los dos niños le ayudaban. Él descubrió que lo que mejor se le daba era escribir con tiza en una pizarra el nombre del plato del día: cuidaba la letra, empezó a hacer cada día un dibujo distinto, según el plato que tocara.