Ayer me encontré por sorpresa en El País que dos escritoras a las que leo y respeto, Luisa Castro y Carme Riera, recomendaban mi última novela como lectura de verano. Me alegré, claro que sí, porque uno siempre se alegra de esas cosas, pero me alegré más porque fueran dos colegas. Es raro, al menos en España, que los escritores celebren abiertamente el trabajo de otros escritores, a no ser que se trate de amigos o amiguetes suyos, o de miembros del mismo grupo de intereses. Es triste, pero es así, y lo digo en primera persona del plural. A los escritores nos sale más fácil admirar a otros cuando hay por medio una cómoda lejanía, en el espacio o en el tiempo, que elimina la sombra de la competencia. Se nos da bien admirar a escritores muertos, a escritores en otros idiomas. En parte es por la dificultad de apreciar bien lo que uno tiene más cerca, aquello a lo que inevitablemente, lo quiera o no, se parece. En parte es simple, instintiva mezquindad.
Una de las cosas que me gustan de Galdós es que tuvo talento y generosidad para admirar: respondió con entusiasmo a La Regenta, públicamente, abiertamente, siendo él un novelista muy conocido y Clarín un crítico mucho más joven de provincias. Lo admiró y aprendió de él, respondiendo al desafío de aquella novela que lo había deslumbrado con la escritura de su obra maestra, Fortunata y Jacinta. Y ahí siguen las dos, una al lado de la otra, en ese himalaya de las cumbres de la novela del siglo XIX. Así admiró también Balzac La Cartuja de Parma, y le dedicó un artículo entregado y larguísimo que probablemente fue la única verdadera alegría literaria que se llevó Stendhal en su vida.