De la claridad seca de Madrid hemos viajado a estas lejanías brumosas de Santander, pasando por el breve purgatorio del viaje al aeropuerto de Barajas, que surge del desierto con sus bóvedas onduladas de reflejos metálicos como el capricho de un jeque árabe. Un amigo, no sé si inventando, me dijo que en esos descampados áridos, tan cruzados de barrancos estériles y costurones de autopistas que no pueden ni llamarse paisaje, se extrae la tierra que se usa para los recipientes donde hacen sus necesidades los gatos. A lo lejos se ven altas grúas detenidas, y las cuatro torres de Chamartín emergen de la calina sucia de contaminación, de nuevo como visiones de ostentación en el desierto. Acercándome al aeropuerto, o saliendo de él cuando regreso de América, siempre me llama la atención que nadie intente corregir o suavizar al menos tanta desolación. Los arquitectos que diseñaron la llamada T-4, ¿no sintieron ningún remordimiento al ver la amplitud del espacio baldío que la rodeaba? Los satrapillas autonómicos que montan gobiernos y canales de televisión y hasta al parecer servicios de espionaje sobre el espacio tan escaso de la ex provincia de Madrid, ¿no tienen ninguna sensibilidad para el paisaje? Ni un mal árbol, ni un conato de sombra, sólo terraplenes de escombros en los que crecen malezas secas. Yendo al aeropuerto o saliendo de él a mí se me despierta una anticuada convicción regeneracionista: no me creo ningún programa político que no tenga como prioridad plantar árboles, crear zonas de sombra hospitalaria y tierra fértil. A esta gente lo único que le interesa plantar son torres de cristal que dejen buenas plusvalías y que despilfarren diariamente la energía necesaria para mantener en marcha el aire acondicionado. Torres de cristal en el desierto. En eso ha quedado la hermosa aspiración del racionalismo en la arquitectura.
Y qué espectáculo, cuando por fin toma altura el avión. Qué secanos sin misercordia, cuántos siglos de contumacia en la tala de árboles, en la expansión de la aridez. Llanuras de polvo para los latifundios de cereales y para los rebaños de la Mesta, sequedades propicias para visiones de fanáticos. Las novedades contemporáneas son el hormigón y el asfalto.
Y de pronto la tibieza y la llovizna del norte, el mar desde el balcón del hotel. Los ojos tienen que acostumbrarse a los matices: grises, violetas y azules desdibujando la línea del horizonte, verdes claros recién lavados por la lluvia y hondos verdes umbríos. Intento distinguir los árboles de copas inmensas: castaños, tilos, arces, pinos mucho más lejos, en la península de la Magadalena.
La calle en la que está nuestro hotel se llama Pérez Galdós. Me han dicho que está cerca la casa donde veraneaba don Benito. En un país menos bárbaro sería una casa museo, llena de recuerdos, de los objetos mínimos de la vida cotidiana, tal vez con un escritorio junto a una ventana desde la que se viera el mar. Comprende uno que a Galdós, que amaba tanto Madrid, le gustara pasar los meses de los largos veraneos antiguos en un paisaje así, con el alivio de un clima mucho más suave, con la frecuencia de una lluvia que mantiene tan fragantes los verdes de la vegetación. Ayer, al salir a dar un paseo, vimos en una esquina el letrero de la calle Marianela. Con qué tranquila fecundidad debió de escribir don Benito en estos lugares, temporalmente refugiado de la aspereza española, de la que él sabía tanto.