La novela de la vida

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Podría seguir el hilo de mi vida si recordara las circunstancias de cada una de mis lecturas del Quijote, si tuviera a mano cada una de las ediciones en las que he ido leyéndolo. Me acuerdo del color amarillento y del tacto de la primera de todas, que estaba en mi casa por azar, junto a otros dos libros de aspecto rancio y con ilustraciones sombrías y por momentos pavorosas para una imaginación infantil: un Orlando Furioso ilustrado por Gustave Doré, una extraña novela que se titulaba Historia de un hombre contada por su esqueleto, de la que sólo recuerdo, aparte del título, una imagen de la que no podía apartar los ojos: una reunión de damas y caballeros en un salón del siglo XIX y, entre ellos, sentado en un sofá con las piernas cruzadas y sosteniendo un cigarrillo, un esqueleto humano. Casi no había otros libros en toda la casa. Hojearlos, mirar sus ilustraciones cuando aún no sabía leer, era adentrarse en esa penumbra de lejanía temporal que tenían los dormitorios y los armarios de los mayores cuando uno los exploraba en secreto, cuando abría cajones y levantaba tapas de baúles percibiendo olores como de otra época inexplicable, de las vidas que los adultos tenían cuando no estaban con nosotros, o más extrañamente aún, las que habían tenido antes de que nosotros naciéramos, según atestiguaban fotografías en las que nos costaba reconocerlos, de jóvenes que eran, y en las que a veces encontrábamos también las caras de esos desconocidos que eran los muertos. […]

Seguir leyendo en EL PAÍS, 31/07/2010