El mensaje en la botella

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Hay cosas difíciles de imaginar:  Nietzsche escribiendo a máquina, por ejemplo. Nietzsche, tan enfermo que había tenido que dejar su trabajo de profesor, no conseguía sostener bien la pluma ni escribir de una manera inteligible, y en 1882 se compró una máquina de escribir, recién fabricada en Dinamarca, que le cambió la vida, al permitirle recobrar la escritura. Sólo que ahora, usando la máquina, notó que cambiaba su estilo: que en vez de abandonarse a largas parrafadas tendía a lo aforístico, a una prosa más seca, menos adornada. Un amigo, el compositor Heinrich Köselitz, advirtió ese cambio en él, y le dijo en una carta que a él le sucedía algo parecido. “Mis pensamientos musicales y verbales muchas veces dependen de la calidad de la pluma y del papel”. “Lleva usted razón”, contestó Nietzsche, “nuestras herramientas de escribir influyen en la formación de nuestros pensamientos”.


Leo todo esto en un libro que acaba de salir y está levantando mucha controversia en Estados Unidos, The Shallows: What the Internet Is Doing to Our Brains, de Nicholas Carr, que hace un par de años  publicó un artículo muy largo y muy provocador en The Atlantic Monthly titulado Is Google Making Us Stupid? Cuando termine de leer el libro seguramente escribiré más despacio sobre él. Por ahora me gusta quedarme con esa imagen improbable, Nietszche con sus bigotazos y su mirada entre de filósofo y de lunático inclinado sobre una máquina de escribir, entusiasmado con ella, descubriendo posibilidades nuevas para la expresión de su pensamiento, tan cercano siempre a la poesía.

Y me gusta también preguntarme en qué modo mi manera de escribir y tal vez de pensar y de relacionarme con esa figura borrosa y múltiple que llamamos el lector se verá modificada por este medio nuevo en el que ahora me estoy aventurando, este diario entre privado y público que escribo más o menos en el aire, en el vacío, como tirando casi cada día al mar un mensaje en una botella, comparación perfectamente vulgar y sin embargo poética, es decir, muy precisa, que además me recuerda el arranque de una de las primeras novelas que me hicieron sentir deseos de convertirme en escritor, Los hijos del capitán Grant, de Jules Verne, o Julio Verne, como decíamos entonces.

La sensación de  soledad en una isla cercada por el gran océano del ciberespacio no es del todo verdadera: sé que cuento con la tutela del responsable de esta página, el que la ha diseñado y organizado y cuida de ella, Gotardo González Quero, que además de experto insomne en estas tecnologías es un excelente fotógrafo. Y al cabo de no muchos días de escribir en solitario algunos mensajes han empezado a llegar. Miguel que me hablaba del gusto de correr por la ciudad, tan añorado por mí, Eduardo y Nisa que leyeron mi anotación sobre la escala inconcebible de los crímenes cometidos por los Jemeres Rojos en nombre de un ideal tan manchado de sangre que no sabe uno cómo hay quien lo sigue celebrando. He sentido la mezcla de sorpresa incrédula y  gratitud  que me daban las primeras cartas de lectores; la que tenía en Granada cuando me encontraba con alguien que había leído un artículo mío. Sólo entonces cobraba lo escrito existencia verdadera: cuando resonaba en la conciencia de un lector. Lo que uno había escrito a solas, enviado, alejado de sí, ocupaba una parte mínima pero tangible en las vidas de otros, desconocidos que establecían sin saberlo una forma de fraternidad entre sí y también conmigo mismo, quizás parecida a la que yo sentía de una manera tan íntima con los escritores a los que leía. Escribir en un formato nuevo me ayuda a no olvidar la excitación, el privilegio de dedicarme a este oficio.